jueves, 27 de junio de 2013

La injusticia se llama Gaza


El campo de concentración más grande del mundo llega a siete años de existencia con un historial de dolor, injusticia e impunidad. En la Franja de Gaza, territorio palestino que todavía resiste al permanente asedio de Israel, sobreviven un millón y medio de personas en una situación humanitaria crítica. El bloqueo a esta porción de tierra de apenas 360 kilómetros cuadrados que es bañada por el Mar Mediterráneo y las bombas israelíes, es una medida considerada ilegal e ilegitima por la comunidad internacional, incluida la Organización de las Naciones Unidas (ONU).

Como siempre, ante las resoluciones del organismo condenando el bloqueo y las posturas de diversos gobiernos que se han manifestado contrarios a la medida, Israel y Estados Unidos sostienen la misma política para los pobladores de Gaza: hambre, saqueo y ataques militares tales como las operaciones Plomo Fundido (2008-2009) y Pilar Defensivo (2012), con un saldo de miles de muertos palestinos. Pero a esto se suma que de forma cotidiana las fuerzas de seguridad de Israel realizan redadas y encarcelamientos en la Franja.

El boqueo de Israel contra Gaza fue la respuesta al triunfo electoral del Movimiento de Resistencia Islámica Hamás en 2007. Pese a que los islamistas obtuvieron la mayor cantidad de votos para dirigir a la Autoridad Nacional Palestina (ANP), el movimiento Al Fatah (que hoy gobierna Palestina) los expulsó. Hamás se replegó a Gaza y creó un gobierno propio.

Recientemente, el Centro Palestino para los Derechos Humanos (CPDH) publicó el informe sobre Gaza correspondiente a 2012, que entre otras conclusiones señala que el bloqueo a la Franja impide la importación de materiales para reconstrucción de la infraestructura educativa y de los centros de salud destruidos por los ataques de 2008-2009 y 2012. Con respecto al tema salud, indica que las “autoridades israelíes han reducido desde 2007 en más de un 60% los pacientes autorizados para viajar desde Gaza a otros hospitales especializados en Cisjordania e Israel, quedando por tanto sin recibir sus tratamientos y expuestos a un riesgo real de muerte”.

El bloqueo, según el CPDH, acrecienta la inseguridad alimentaria, por lo cual el “40% de la población (65% de ella niños y niñas) sufre malnutrición”. A esto se suma que el 90% del agua de la Franja está contaminada o no es apta para consumo humano.

En el ámbito económico, el bloqueo israelí restringe el movimiento de la población hacia Cisjordania u otros países limítrofes, a lo que “hay que añadir la falta de productos y materiales básicos, cuya importación está prohibida por las autoridades israelíes, y la imposibilidad de acceder al 50% de sus tierras cultivables y al 85% de sus aguas territoriales debido a que el ejército israelí ataca tanto a campesinos como a pescadores, produciendo un terrible impacto en la economía de Gaza”.

Como si fuera poco, la medida punitiva aplicada por el Estado israelí restringe el suministro de combustibles, gas, la movilidad en el paso de Rafah, como también diversas importaciones. Como consecuencia más grave, el bloqueo ha derivado en el aumento del índice de desempleo, que llega a 31%, según datos del año pasado difundidos por la Oficina Central Palestina de Estadísticas (OCPE), aunque en 2009 la ONU informó que la desocupación trepaba a 40%. Debido a esta situación, en 2010 cuatro de cada cinco habitantes de Gaza dependían de la ayuda humanitaria para subsistir.


La impunidad de los carceleros

“La idea es poner a los palestinos a dieta, pero no hacer que mueran de hambre”, expresaba en 2006 Dov Weisglass, asesor del entonces primer ministro israelí Ariel Sharon. La idea general de esta frase no ha cambiado ni un ápice para la dirigencia israelí.

El lunes pasado, el actual primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, afirmó que las Fuerzas Armadas de su país continuarán atacando a la Franja de Gaza. “Nuestra política es golpear a quien intenta hacerlo con nosotros. Así continuaremos trabajando frente a toda amenaza cercana y lejana”, expresó. Las declaraciones de Netanyahu se produjeron horas después de que aviones de combate atacaran el centro y el sur de Gaza.

Por su parte, el titular del comité parlamentario sobre asuntos Exteriores y Defensa, Avigdor Lieberman, aseveró que el Estado israelí “debe conquistar por completo la Franja de Gaza”. El ex canciller manifestó que “Israel tendrá que considerar seriamente la posibilidad de conquistar toda Gaza y limpiarla de verdad. No estoy seguro de que queramos vivir con esa situación, pero a largo plazo es inevitable”.

Los ataques israelíes contra la Franja no han decrecido y por lo visto no parece ser ese el objetivo de Tel Aviv, pese a que en noviembre de 2012 alcanzó un acuerdo de alto el fuego con Hamás y los demás grupos que conforman la resistencia palestina.

Una síntesis de la situación en Gaza la brindó en 2012 el intelectual estadounidense Noam Chomsky, quien declaró que “el asedio es un acto criminal que no tiene justificación. Se debería acabar con él y el mundo exterior debería oponerse enérgicamente a él. Es simplemente un intento de llevar a los habitantes de Gaza a la autodestrucción, de tratar de librarse de ellos y de destruir la sociedad. No existe absolutamente ninguna justificación para ello. Se alegan justificaciones militares pero no tienen credibilidad alguna”.

(Publicado en www.marcha.org.ar - 26 de junio 2013)

Malditos: Jack Kerouac


La ruta tiene vaivenes, subidas y bajadas, apenas el rumor de autos lejanos y un trasfondo de árboles, cielo y aire puro. Alguien camina a su lado, como otras veces lo hizo, buscando, en un último intento, ese lugar, o ese estado de ánimo, que persiguió durante años. Jack Kerouac enfila hacia Big Sur, en California, lugar de acantilados y mar que la generación beat eligió como uno de sus páramos.

Todavía se lo puede ver: un cuerpo formado en una juventud de deportista, la mirada un poco caída y nostálgica que, en más de una oportunidad, se transformó en ojos brillantes y profundos en medio de delirios nocturnos e interminables. Y también, a lo lejos, se pueden oler las ideas y los párrafos escritos de forma demencial -como las melodías de jazz- que Kerouac dibujó en toda su vida.

Nacido en el poblado estadounidense de Lowell en 1922, Kerouac se convirtió en uno de los iconos de la cultura beatnik, pero su figura no quedó petrificada en un tiempo que, hoy en día, los grandes medios muestran como un momento de “locura hippie”. Kerouac, que falleció en medio de un delirium tremens por su alcoholismo en 1969, escribió un conjunto de novelas que retrató sin fisura a una generación y a la sociedad con la que convivió. Autobiográficos, descarnados y melancólicos, sus libros se siguen leyendo como una aproximación a la cultura estadounidense, la forma de vida de una sociedad en permanente decadencia, pero también como una radiografía de un grupo de personas que buscó otro modo de transitar el mundo. Desde intelectuales de la izquierda radical hasta budistas escondidos en las montañas, pasando por locos, drogadictos, artistas de vanguardia y happenings que duraban varios días entre cabañas campestres, ciudades luminosas, clubes de jazz y calles nocturnas; todas imágenes plasmadas en las páginas de sus libros.


A los 17 años, Kerouac comenzó con la escritura, influenciado por Ernest Hemingway, Jack London y, posteriormente, Tom Wolf, al que llegaría a considerar su maestro. Aunque en 1940 ingresó a la Universidad de Columbia, Nueva York, en la cual se consagró como jugador de fútbol americano, abandonó los estudios para apostar por el Ejército. Ante la imposibilidad de pertenecer a las Fuerzas Armadas, sus primeros años trascurrieron como marino mercante, surcando el mar e iniciando uno de sus tantos caminos recorridos que también lo llevaron a trabajar como ferroviario y guardabosques. Con el paso del tiempo, Kerouac trabaría amistad con Neal Cassidy, protagonista de varias de sus novelas, amigo y compañero de viajes y juergas, espejo donde siempre se quiso ver y amante ocasional. En el frenesí de sus días, además, estarían presentes William Burroughs y Allen Ginsberg, al cual le regalaría el título de Aullido para su principal obra poética.

Su primer libro El campo y la ciudad (1950) pasó desapercibido, como otros textos que fue escribiendo en esa década, hasta la aparición de En el camino (1957), que no sólo lo consagraría sino que se transformaría en la obra insignia de la generación beat. Pero con esta novela, donde Cassidy es el protagonista principal, Kerouac se montaría en una permanente lucha entre el éxito y sus aspiraciones zen, lucha atravesada por el alcohol, las drogas, la soledad y más novelas escritas tras extensos viajes.

En sus libros, tal vez, se pueda establecer una división, arbitraria como siempre, donde la escritura llega a los mejores momentos en En el camino, Los subterráneos, Trisstesa y Big Sur. En la otra vereda, con las mismas palabras delicadas y precisas que caracterizaron su escritura, aparecen Los vagabundos del Dharma y Las vanidad de los Duluoz, en las cuales las divagaciones budistas opacan las vibrantes descripciones de su generación, las historias de amor desesperado, los pensamientos sobre una sociedad que no ofrece futuro alguno.

Con un estilo propio donde el ritmo del jazz impulsaba su pluma, como también los buscó tiempo después Julio Cortázar, Kerouac supo transmitir sus experiencia demenciales y frenéticas en sus novelas. Este estilo lo llevaría al máximo, modificando su máquina de escribir a la que le adhirió un rollo de papel para, de esa manera, no tener que cambiar de hojas y cortar el bop de la escritura.

Luego de una extensa travesía junto a Cassidy, Kerouac retrataba En el camino: “bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y yo vacilaba tras ellos como he estado haciendo toda mi vida, mientras sigo a la gente que me interesa, porque la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas”.


En Los subterráneos, una breve novela de amor intenso, Kerouac permite que el lector se enamore perdidamente de Mardou, esa mujer morena, de curvas sinuosas, que se desvanecía por calles humeantes y ponía en una tensión permanente al protagonista, que no era otro que el mismo escritor. En Los subterráneos también aparecen destellos de sus dudas y contradicciones, que lo acompañarán hasta los últimos días. “El sol suave -escribía-, las flores y yo que me alejaba por la calle y pensaba: '¿por qué me habré permitido alguna vez aburrirme en el pasado?', y como compensación me emborrachaba o tomaba esas cosas o me daban ataques o todas esas artimañas que usan las personas porque desean algo, cualquier cosa, salvo la serena comprensión de lo que realmente existe, que después de todo es tanto, y las cavilaciones provocadas por las odiosas convenciones sociales, las rabias, el hacerse mala sangre por los problemas sociales y por mi problema racial, todo eso importaba tan poco; aunque ahora podía sentir esa gran seguridad y el oro de la mañana terminaría alguna vez por desvanecerse, y ya había empezado a hacerlo; hubiera podido construir toda mi vida como esa mañana solamente sobre la base de la pura comprensión y el deseo de vivir y seguir adelante, dios, todo era la cosa más hermosa que jamás me había sucedido, a su manera; pero todo era también siniestro”.

En Tristessa las oscuridades que lo rodeaban se observan nítidas y dolorosas en su relación con Esperanza Villanueva, protagonista de la novela, y en su vaivenes entre la pureza budista y las tentaciones de la marihuana y la morfina. En el prólogo del libro, el sociólogo y traductor mexicano Jorge García-Robles analiza esta relación entre el autor y su musa: “Ambos sentían que la muerte y no la vida era el polo magnético que ineludiblemente los arrastraba, tenían conflictos con su entorno, se autodestruían con sustancias y buscaban consuelo en la religión. La compasión que Kerouac manifiesta por ella en la novela es la compasión no confesa que sentía por sí mismo”. A lo que agrega: “Los pruritos religiosos de Kerouac le ayudaban tanto a escribir como le estorbaban para vivir. Y es que en realidad la única religión de Kerouac siempre fue la literatura... una religión que nunca lo salvó de seguir viviendo como no quería...”.

Una síntesis de su vida, Kerouac la deja estampada en La vanidad de los Duluoz, uno de sus libros más autobiográficos: “Te matas, y matas a unos cuantos más por el camino, para llegar a la cumbre de tu profesión, por decirlo así, de modo que cuando llegas a la edad madura, o poco después, puedes quedarte en casa y cuidar de tu jardín la mar de contento; pero, como eres famoso, la multitud acude a tu jardín y pisotea todas tus flores. Y, entonces, ¿qué?”. Y esa parece ser la gran pregunta en el camino: “Y, entonces, ¿qué?”.

(Publicado en revista Sudestada, número 116, marzo 2013)

jueves, 16 de mayo de 2013

Historia de una foto: El barco de cemento


Estamos a mil metros. Es una silueta recortada en la noche que desentona con todo lo que lo rodea: algunos árboles y el llano de la tierra cortado por los arroyos que forman el río Paraná, las estrellas en un cielo negro e inmenso, y ese silencio profundo que nos dice que no hay nada alrededor en varios kilómetros de distancia. 

Fueron doce horas navegando en el Horacio, desde San Nicolás. Primero entrar por el arroyo Pavón y remontarlo acompañados por el ronroneo del motor y las charlas de Reinaldo, el capitán de ese “crucerito”, como él lo llama, y con el cual se acompañan desde hace treinta años. Cuando el Pavón da sus últimos suspiros, la opción es el arroyo Victoria, en la provincia de Entre Ríos, y otra vez a remontar las últimas horas.

Esa silueta, a la que llegamos pasadas las ocho de la noche, es un barco que hace años se deja comer por el río, como si se entregara a un ritual perdido. Es uno de los tres navíos de cemento que quedan en Argentina.

“Hubo una creciente –recuerda Reinaldo-, y el barco quedó arriba de la tierra. Pasó el tiempo y se fue a pique al río. Por eso ahora se ve solamente la popa. Cuando estuve la primera vez, hace más de veinte años, estaba casi todo afuera del agua”. 


El barco de cemento, con 60 metros de eslora, y que se encuentra en la unión de los arroyos Victoria y La Batea, fue trasladado a ese lugar desde el Riachuelo, en La Boca. Era 1965 y su dueño, Nicolás Sfeir, se encargó de remolcarlo todo ese trayecto con el objetivo de instalar en su interior una procesadora de pescados. Para poner en funcionamiento la empresa, desde Mar del Plata fue enviada toda la maquinaria: un honro rotativo de entre 7.000 y 8.000 kilos, una moledora, una secadora y un sinfín de ocho metros para trasportar la harina para su embolsado. La embarcación además contaba con una caldera a presión y un grupo electrógeno. Ahora, con el paso del tiempo surcando el cemento, poco queda: dos malacates que resisten la erosión y un mástil de acero que funcionaba como guinche.

La procesadora de pescados funcionó por un tiempo, pero Reinaldo recuerda que cerró porque eran tiempos de escasez de sábalo, pescado que utilizado para obtener harina y aceite.

“Es una lástima que El Ñato se haya muerto hace unos años –dice-. Vivía en un rancho de por acá y trabajó en el barco. Era el encargado de contar la historia, hasta salió una vez en televisión”.

Cuando la fábrica cerró, el Ñato se llevó mucha maquinaria, pero con su muerte los chatarreros entraron en acción, porque en el Paraná los testamentos se escriben sobre sus propias aguas y en sus correntadas y remansos profundos.

La escasa información sobre este tipo de barcos señala que fueron utilizados en la Primera Guerra Mundial, debido a la escasez de acero. Se calcula que entre 1917 y 1918, Gran Bretaña construyó barcazas, remolcadores y pesqueros de concreto. Por su parte, Estados Unidos produjo 12 vapores de cemento. 


Estos barcos tenían las líneas similares a los buques de acero, pero requerían de cascos de un espesor mucho mayor para tener su misma resistencia. Entonces se empezó a utilizar portland, por ser un material más liviano, pero seguían siendo más pesados que los buques convencionales.

En Argentina hay otros dos barcos de este tipo. Uno se encuentra en el río Luján, en el Delta Bonaerense, y en la actualidad sirve de muelle del club náutico Belgrano. El otro buque descansa en la Costanera Norte, frente al Aeroparque de Buenos Aires, y se puede ver cuando se producen bajas importantes del río.

Ahora en el Paraná, apenas se observa la popa, cada vez más recta al cielo. Y el timón y la marca de la última creciente. Eso queda de un buque que nadie sabe si fue traído a Argentina desde Europa o fue construido en el país, en épocas de invenciones y bonanzas.

Reinaldo dice que el río está socavando cada vez más el barco y que en algunos años no quedará nada. Porque el agua va rodeando a ese mastodonte de cemento, lo lame, parece que lo acaricia, pero en realidad lo va llevando al fondo de la propia historia del Paraná.

(Publicado en la revista Sudestada, mayo de 2013)

miércoles, 15 de mayo de 2013

Cuando atraparon a La Bestia


(Cuando el periodista -y gran compañero- Pablo Llonto me contó la historia de César Romero no la podía creer. Principalmente, porque La Bestia había vivido en Pergamino durante muchos años y en la ciudad se había formado como boxeador. La historia la escuché mientras Pablo y el Canga Bonet recordaban a Romero en un estudio de radio de Pergamino. Pablo había venido a la ciudad a presentar ese librazo-investigación-denuncia que es “La Vergüenza de todos”, sobre el mundial de fútbol que la dictadura militar argentina capitalizó y utilizó para tapar el genocidio que estaba cometiendo en 1978. Después Pablo me dijo que escribiera la vida de Romero para la Revista UnCaño. Le hice caso y salió publicada, no sé muy bien cuándo. Ahora la encontré y la comparto). 

En ese instante donde la mente está a punto de borrar todo lo imaginado, cuando nada importa y sólo se respira la posibilidad de la muerte, pensó en los mellizos. También observó, en una fracción de segundo, por dónde venía la policía. Después, el sonido de los disparos se enredó con sus puteadas y el olor a pólvora que le colgaba de una mano. Las balas zumbaban y la pistola martillaba frente a sus ojos. Pero, por última vez, en lo único que pensó fue en su familia. Y en ese instante entendió que cuando las balas rozan la vida nadie puede pensar en nada. Ahí agazapado, calculando los movimientos de los uniformados, César La Bestia Romero cumplió como pocos sus códigos de lealtad y amistad.

Ocho días atrás había rozado la gloria con los puños. Llegó a Montecarlo clasificado sexto en el ranking mundial de los mediopesados del Consejo Mundial de Boxeo y con 21 peleas como profesional, de las cuales ganó 15 (12 por nocaut), igualó 3 y perdió 3. Si triunfaba ante el venezolano Fulgencio Obelmejías estaría a un paso de competir por el título mundial contra el estadounidense Michael Spinks. Otro argentino viajó para realizar las peleas de semi fondo: Juan Domingo Martillo Roldán chocaría con André Mongelema.

En la historia de Romero quedaba una infancia humilde de familia obrera con siete hermanos. De niño, recordaba que “a nosotros nunca nos faltó nada” e imaginaba un futuro como abogado. “Yo me hacía la idea de que iba a ser un tipo así, medio paladín. Paladín en el sentido de ser el que sacaba la cara por los amigos”. Romero, o como le decían sus amigos, Che Grandote, todavía no fantaseaba con una carrera boxística. Las necesidades cotidianas lo llevaban a “changear” en la puerta de un club de golf y entre los ocho y doce años a trabajar en una fábrica textil.

A los once dejó marcado en su cuerpo el primer tatuaje que luego se multiplicaría en casi treinta figuras diseminadas por toda la piel. Un águila en el pecho fue la marca registrada cuando su vida se definía en los cuadriláteros. La Bestia abría los brazos, los extendía debajo de las luces y el águila se inflaba en el pecho. Las alas de tinta escapaban del cuerpo y parecía que se enroscaban en su espalda, atrapándolo.

A esa edad también fue su primera entrada a una comisaría. “Resulta que me topé con un tipo en curda en la puerta de un billar. El tipo no quería dejarme entrar y empezó a manotearme y a amenazarme. Le dije que no lo hiciera y nada: me insultó fiero. Entonces logré abrir la puerta y de un piñazo en la cara lo enterré debajo de la mesa de billar”, recordó a la revista El Gráfico. El resultado fueron tres días en las sombras.

Desde los 15 a los 17, sus entradas y salidas en comisarías se alternaron con trabajos ocasionales: repartidor de soda y vino, chapista, bañero, obrero en una fábrica de peines y constructor de caños de cemento. Luego de seis meses preso por robar un depósito de quesos en Liniers, la policía se cruzó nuevamente en su vida. “No había pruebas pero un chabón tiró mi nombre y terminé pagando las cosas que había hecho y que no había hecho”, afirmó. El peregrinaje lo llevó por los penales de Olmos, Mercedes y Villa Devoto. Detrás de esas rejas comenzó los entrenamientos.

De las tumbas a la familia

En marzo de 1978, en medio de la noche, las puertas se abrieron y Romero se reencontró con la libertad. “Viajé como pude a mi casa y cuando llegué, a las cuatro de la mañana, a la primera que encontré fue a mi vieja. Lloré por primera vez y juré: nunca más, nunca más...”. Al poco tiempo fue al Chaco con sus padres y a los tres meses debutó en el boxeo amateur. Después se trasladó a Pergamino y su carrera tomó forma. En total, Romero estuvo encarcelado cinco años y seis meses.

El Canga Bonet fue su entrenador en esa ciudad. Junto al boxeador José María Flores Burlón, La Bestia inició sus primeras armas de forma seria y responsable. Bonet lo recuerda como “un chico con un corazón como una mesa”, que al llegar logró lo que pocas personas al salir de la prisión: “En los años más duros, cuando vos no tenés ni para morfar, jamás tuvo una mínima insinuación de eso. Era un tipo formidable, se metió de novia con la que después fue su mujer, Alejandra, y tuvo dos hijos mellizos. Lo único que me acuerdo que me decía era que para los hijos quería lo mejor. Yo viví la peor época de su vida, cuando una persona sale de la cárcel y hubo que reinsertarlo”. Mientras entrenaba, retomó su trabajo de chapista y, periódicamente, era visitado por una asistente social.

“Se entrenaba de amateur tres veces por semana –explica Bonet- Era muy duro, muy torpe, pero era un tipo fortísimo, lo tenías que sacar del gimnasio. Se cuidaba, no tomaba, si le decías que tenía que correr cuatro kilómetros, corría siete. En Pergamino lo querían toneladas”.

Flores Burlón también retrocede en el tiempo y habla sobre su compañero de entrenamientos: “Si tenía que brindarse por vos se brindaba, no había ningún problema. Aparte era muy puntual para ir a correr a la mañana, para ir al gimnasio, para todo”. De esta época le quedó inmortalizado el apodo: La Bestia. Resumía su forma de entrenar, incansable.

La carrera de la La Bestia comenzó a escalar y en poco tiempo se hablaba de él en Buenos Aires y en especial en el Luna Park. En Pergamino, Romero le diría a sus allegados que no quería volver a Buenos Aires. Tal vez para cuidar a su familia, o para que la tentación no se le cruzara a la vuelta de la esquina.


De Europa a Isidro Casanova 

El 6 de julio de 1984 comenzó su último viaje. Partió hacia la pelea más soñada por los boxeadores: la que abre la posibilidad de combatir por la corona máxima.

Su entrenador era Ricardo Martinetti, que rememora las semanas previas: “La preparación fue muy intensa y él estaba muy bien, pero había tenido unos problemas: lo habían lastimado en las costillas”. Haciendo guantes con Martillo Roldán, una mano le llegó fuerte y Romero no se pudo recuperar de la fisura de dos costillas.

“Tito” Lectoure y el equipo que acompañaba a Roldán viajaron también a Europa. A ellos se sumaron el hermano de Romero, Saúl, y su amigo Daniel Rodríguez. Durante los días en que el boxeador preparó su físico y mente para enfrentar a Obelmejías, ninguno de sus acompañantes se mostró demasiado. La única vez que llegaron hasta el lugar donde entrenaban, Romero pidió permiso para que ellos pudieran entrar como observadores.

La pelea fue difícil. La experiencia, dicen algunos, pesó demasiado. Obelmejías lo doblaba en combates y las crónicas de la derrota por puntos le achacaron su falta de reacción y no poder descifrar los planteos de “un boxeador con inteligencia y recursos”.

Martinnetti analiza que “se le hizo la pelea difícil, pero fue muy pareja: así como perdió, podría haber ganado”. Al otro día, quien dio su opinión fue Horacio Accavallo: “En cuanto a Romero, yo sigo creyendo en él. Me gusta su base de peleador. Ayer pagó el tributo a su inexperiencia internacional frente a un rival ducho”. El propio Romero declaró sus pareceres y se sinceró diciendo que “se me fue de las manos de una forma increíble”. Dolorido por su actuación, La Bestia relató “que nunca lo pude agarrar con una derecha neta. Le tiré como veinte y las amortiguó bien”.

La vuelta al país fue silenciosa y rodeada por la incertidumbre del futuro. En el avión, Lectoure le dio ánimo, prometiendo una nueva fecha para el título argentino. La Bestia había comprado regalos: dos autitos para sus mellizos, una botella de chianti para su padre y recuerdos para su esposa, su madre y algunos amigos.

El lunes 16 de julio, a las nueve de la mañana, el avión carreteó la pista. Ocho días después, César Romero sería nuevamente tapa de los diarios.

Martinetti señala esa última semana, cuando Romero se encontraba descansando: “No tenía contacto con él. Para mí fue una sorpresa terrible, un dolor muy grande, que me llevó a dejar el boxeo. Yo era entrenador, hacía poco que había dejado de boxear y me amargó mucho, dediqué a mi vida en otra cosa y recién ahora volví”.

Los titulares llevaban letras catástrofes: “Boxeador y asaltante: abatieron a César Romero en Isidro Casanova”.

El lunes 23 a la mañana, La Bestia junto a su hermano Saúl llegaron a la casa de Rodríguez. Tomaron mates, dijeron que iban a arreglar un auto y salieron. Una hora y media después, en la comisaría de Ramos Mejía, denunciaron el robo de un auto que se dirigió a hacia la administración de la empresa de transportes La Plata. Pertrechados con armas cortas y largas, los hermanos Romero, Rodríguez y Carlos María Centurión bajaron. Los acompañaban dos personas más en otro auto. El botín fue de 2.500.000 pesos argentinos. En pocos minutos llegaron a la compañía de transportes Almafuerte en Isidro Casanova, pero la policía estaba avisada. El tiroteo duró 40 minutos y el barrio se estremeció. A los hermanos Romero las balas policiales los alcanzaron al igual que a Rodríguez y Centurión.

Después de tantos años, Martinetti esgrime la razones que tuvo La Bestia para participar en los asaltos: “Creo que no quería hacer más lo que hizo, creo que fue inducido por sus amigos, como que podría ser el último robo, pero es una fantasía mía, no sé la realidad”.

Bonet, su primer entrenador, también recrea sus ideas: “Cuando se fue a Buenos Aires, medio que no me gustó. Él siempre decía que no quería volver. Fijáte la comparación: estuvo durante cuatro o cinco años en Pergamino boxeando y nunca tocó ni un dedo. Se va a Buenos Aires, está en su mejor momento de la carrera deportiva porque viene de pelear con Obelmejías, iba a estar metido en el ranking del mundo, era un tipo que iba a gustar en Estados Unidos, no tenía ningún sentido que fuera a robar. Estoy seguro que fue por acompañar a sus amigos, no me cabe ni la menor duda”.

Romero había declarado a la prensa que su vida era otra y si llegaba a hacer una “macana, prefiero la boleta antes que volver”. Su principal objetivo era que sus hijos estudiaran y alejarlos de los golpes como salida para abrirse camino. Todos coinciden en que lo que más disfrutaba era estar en familia y contarles a los mellizos historias sobre sus tatuajes. Arriba del ring, dice Martinetti, “tenía el ángel del boxeador agresivo, fuerte. Daba ganas de comprar una entrada y verlo pelear”.

César Romero había nacido el 25 de enero de 1955 en Merlo, provincia de Buenos Aires. Cuando la policía lo mató sólo tenía 29 años.

(Publicado en revista UnCaño)

martes, 7 de mayo de 2013

Una hipótesis sobre la generación beat


La generación beat en Estados Unidos conmocionó al sistema. No fue revolucionaria, ni se lo propuso, pero logró insertar una variante en el pensamiento único: vivir al margen del sistema.

Los beatniks nunca buscaron hacer explotar las estructuras del capitalismo ni derrumbar el imperialismo estadounidense. Una muestra de esto es la figura de Jack Kerouac, escritor insignia de esa generación, que en sus últimos años mostró un discurso reaccionario, anticomunista y donde el derrotismo lo acompañó hasta su muerte. Pero el hecho de proponer una nueva forma de vida, inquietó (como mínimo) a quienes sostienen el sistema en Estados Unidos.

La generación beat, madre indiscutida del movimiento hippie, disparó una fuerte crítica contra la sociedad de consumo y por eso apostó, en la teoría y en la práctica, al movimiento hacia otros parámetros. ¿Cuántos millones de estadounidenses abrazaron las ideas beat, y posteriormente al hippismo, durante la década del sesenta y parte de los años setenta? ¿Dos o tres millones de personas? Tal vez más. Una cifra que puede resultar pequeña para Estados Unidos, pero importante a lo que se refiere al consumo. Si esa masa de gente apostaba a vivir diferente, correrse hacia los márgenes de la sociedad, habitar la tierra con simpleza produciendo buena parte de sus alimentos, construyendo sus casas y rechazando el consumo de tecnologías, no es de extrañar que las cuentas de los poderosos (empresarios, banqueros, magnates petroleros, etc.) no cerraran del todo. La onda expansiva que podría resultar de esta “nueva vida” seguramente -como se comprobó tiempo después-, puso en alerta máxima no sólo a los tecnócratas de la economía, sino a las estructuras de inteligencia y represión interna estadounidenses.


Un buen ejemplo se observa en “Los vagabundos del Dharma”, de Kerouac. La mayoría de los personajes (hombres y mujeres de carne y hueso) viven en el campo, en casas humildes, con apenas algunas cosas para subsistir; ellos son los “white trash” de hoy.

El descenso del consumo dentro de Estados Unidos que podría desprenderse del movimiento hippie no fue visto con buenos ojos por el poder, principalmente porque el sistema capitalista basa su acción en el consumo desbocado.

La crítica de los beats a esta característica era una piedra bastante grande en el zapato de los dueños del mundo. Por supuesto que desde esta generación la crítica puede ser, a su vez, criticada por inconsistente, falta de una teoría dura, o calificada como una moda pasajera, pero sin duda las alarmas visibilizadas por los beatniks no nacieron de mentes alucinadas o hundidas en drogas; como todo movimiento histórico tiene razones concretas. Detrás de los beats estaba la Segunda Guerra Mundial, la crisis de ese entonces que atravesaba el planeta y muchos de ellos eran los hijos de la Gran Depresión de los años treinta.

En la década del cincuenta, si Estados Unidos mostraba al mundo sus adelantos tecnológicos y presentaba como verdad única el “American Way of Life”, los beatniks llegaban para cuestionar este dogma.

Quien hizo un acercamiento sobre la generación es el escritor estadounidense Norman Mailer, en su libro “Caníbales y cristianos”, publicado en 1966. Para Mailer, los beats encarnaron “una revolución modesta, y suicida en el centro de su pasión. En lo más militante, aspiraba a la inmolación más que al poder, lo único que deseaba era que se la dejara lo suficientemente libre como para autoconsumirse. Todavía hacia la mitad de los años cincuenta los liberales reaccionaban con un profundo terror, con contumelia y con ridículo a sus manifestaciones, como si su propio suicidio colectivo (el terror personal del espíritu liberal es invariablemente el suicidio, no el asesinato) tuviera que encontrarse en el gesto de lo beat”.

La generación beat y el movimiento hippie tuvieron un fuerte impacto que desconcertó los planes sistémicos. El cuestionamiento más radicalizado al modelo estadounidense era representado por Malcolm X y posteriormente en el partido Panteras Negras

Con los beats y el hippismo, el sistema desplegó una metodología de cooptación, desgaste y asimilación, esta última a través de la publicidad y banalización de las ideas y líderes. Con Malcolm X utilizó el asesinato y con los Panteras Negras su total destrucción utilizando la persecución, la represión y los estupefacientes.

(Publicado el 6 de mayo de 2013 en www.marcha.org.ar)

lunes, 25 de marzo de 2013

Gracias, Jefe


El cielo se cerró y en ese momento estalló la lluvia. Sobre Caracas cayó un aguacero denso, frío, complicado. En la avenida Bolívar muchos corrimos a guarecernos.

Nos amontonábamos debajo de los árboles, en cualquier techito que goteaba. Muchos pensamos que había que esperar a que escampara y entonces sí, volver a la avenida y llenarla, reventarla, porque como siempre escuchamos y aprendimos, en cada elección se jugaba la patria y América Latina.

Fue ese día, el cierre de la campaña presidencial de 2012 cuando Hugo Chávez quedó inmortalizado. Pensábamos que iba a esperar, que la lluvia era pasajera, que el cierre de campaña podía retrasarse. Pero no, Chávez salió y quedó empapado por esa cortina de agua que se desbarrancaba desde el cielo. Desde abajo del escenario la muchedumbre le gritaba que no, que volviera después, que se protegiera. Y en esa imagen está Chávez de cuerpo entero. Su épica, su firmeza, su conciencia.

Sabíamos el esfuerzo que estaba haciendo, que en esa campaña se jugaba la vida.


Para describir a un hombre como Hugo Chávez las palabras no alcanzan, principalmente porque fue transparente, sincero y humilde a la hora de tomar las decisiones. Intempestuoso y frontal, visceral y profundamente humano. Chávez no dudaba ni respetaba los protocolos. Con sus ministros o con el rey de España, ese hombre nacido en los llanos de Barinas nunca se callaba lo que pensaba. Y esa característica fue su diferencia. Por eso no alcanzan las palabras para describirlo: él mismo se mostró tal cual era, sin intrigas o mediaciones.

En Chávez nos reflejamos, nos descubrimos, encontramos lo que éramos: latinoamericanos que no nos conocíamos y, desde su llegada al gobierno en Venezuela, empezamos a palparnos, abrazarnos y respetarnos.

Chávez rompió con lo establecido. Cuando decían que el socialismo se había convertido en un fósil que Washington trataba de enterrar, su irrupción como presidente vigorizó ese ideal teórico y práctico, encontró un nuevo camino, como lo quería José Carlos Mariátegui. Ese “ni calco ni copia, sino creación heroica” que legó el marxista peruano se hizo carne en Chávez.

En Teherán, en Chiapas, en la selva misionera de Argentina la gente preguntaba por Chávez. Lo conocían, lo observaban con curiosidad, desconfiaban de él o lo admiraban, pero todos sabían que ese hombre era uno de ellos. Ni economista de Harvard ni abogado de universidades católicas. Y sobre todo, a esa gente Chávez le caía bien, porque hacía lo mismo que ellos. Sus sentimientos estaban a flor de piel en todo momento. Riendo a carcajadas, cantando, esquivando a su propia seguridad para hablar con quien fuera, Chávez era un hombre de a pie, como lo demostró en ese cierre de campaña en 2012, cuando la tormenta se encapotaba sobre Caracas y él no dudó. El pueblo colmaba la avenida Bolívar con su fiesta de liberación, con su cadencia y frenesí y con una furia enternecedora. Y si eso sucedía, Chávez no podía faltar. Por eso salió, por eso nos preocupamos, pero también admiramos otra vez a ese hombre que no le negaba una taza de café a quien se la alcanzara y que podía debatir sin vacilar con los presidentes de las principales potencias del mundo.

Seguramente el “buen revolucionario” estará pidiendo reflexiones concretas y perfectas en estos momentos de dolor inabarcable -e incompresible para los cínicos de siempre-.

En esta madrugada de consuelos que no alcanzan, de cielos que se enrarecen y de pueblo en las calles, sólo queda decir “Gracias, Jefe”. Por enseñarnos que un mundo diferente es posible, que el hombre nuevo que soñó el Che lentamente se hace carne en miles de personas y que la lucha es con el cuerpo, cueste lo que cueste.

(Publicado el 6 de marzo de 2013 en www.marcha.org.ar)

Épica y revolución


Ser épico en política es visto como algo arcaico y vetusto. Así lo decretaron los grandes medios de comunicación y los personeros del capitalismo. Lo épico encarnado en un dirigente se traduce, en estos sectores, en “caudillismo” y “populismo”. Pero esa matriz ha sido derribada. Y otra vez, el hombre que dio la estocada final para derrumbar ese andamiaje político-mediático fue Hugo Chávez. Porque el presidente de Venezuela demostró que la pasión y la entrega a la hora de encabezar un proceso revolucionario se lleva adelante, principalmente, con el cuerpo y la humanidad a flor de piel. 

Chávez lo demostró durante la campaña electoral que lo llevó al triunfo en los comicios de presidenciales de octubre de 2012.

Lo veíamos y su imagen –en la cual se condensa el pensamiento revolucionario, el socialismo y la entrega absoluta-, nos interpelaba diciendo: la política se hace con el cuerpo y en las calles. Al hombre que supo domar (y denunciar) a las grandes empresas mediáticas, y que a través de los medios públicos de su país entabló una relación cotidiana y de diálogo con su pueblo (y con los pueblos del mundo), no le bastó esperar cruzado de brazos un triunfo electoral que todos sabíamos iba a ocurrir.

Luego de ser sometido a intensas intervenciones quirúrgicas para extirparle un cáncer, Chávez no dudó aunque su salud flaqueara. Durante un mes recorrió Venezuela para blindar la Revolución; bailó y rió a carcajadas desde todos los escenarios para hacer realidad el concepto de que un proceso revolucionario nunca puede perder la alegría; educó –como lo hizo desde 1998- a cada uno de nosotros en la praxis de la liberación como único camino para romper con las cadenas que nos atan al capitalismo. 


El Plan de la Patria presentado por Chávez antes de los comicios de 2012 fue su legado más profundo, como bien lo apuntó el ahora mandatario encargado, Nicolás Maduro. Las líneas estratégicas del proceso revolucionario están en ese texto, discutido posteriormente por miles de venezolanos y venezolanas. Pero a esta teoría, que Chávez ha desarrollado en sus cientos de intervenciones públicas y escritos, se suma el ejemplo. Como lo quería Ernesto Guevara, como todavía hoy lo demuestra Fidel Castro, Chávez predicó con el ejemplo cargado de ética y moral de nunca darle la espalda al pueblo. Porque él siempre fue parte del pueblo sufrido y humillado durante décadas, y que en menos de quince años se hizo visible con toda su furia rebelde. Pero no sólo en Venezuela. En Siria, a Chávez se lo conoce como “el protector de la verdad”, en Irán la gente lo considera “el gran amigo latinoamericano” de la Revolución Islámica; en Palestina o Líbano su imagen se reproduce en movilizaciones y actos en los cuales se denuncian las políticas imperialistas de Estados Unidos e Israel.

La irreverencia y el humor, la claridad ideológica y política, la ruptura con la diplomacia formal y burguesa, y la palabra y las ideas como herramientas fundamentales para el cambio social, convirtieron a Hugo Chávez en el líder revolucionario más importante de los últimos tiempos. A estas cualidades se suman su permanente autocrítica, sus denuncias contra la burocracia y los elementos corruptos dentro del proceso bolivariano y, otra vez, esa simpleza para conectarse con los suyos, los explotados que se decidieron a decir “no”, que apuestan a un país independiente y que se niegan a convertirse en los condenados de la tierra.

Como si fuera un personaje salido de la pluma de Gabriel García Márquez –los cuales están cargados de una tragedia entendida como acto heroico-, Chávez rescató, en pleno auge del neoliberalismo, a la lucha política como forma única de liberación. Si en la década del noventa Cuba se erigió como bastión de resistencia frente al capitalismo y su teoría de “fin de la historia”, en el siglo XXI Chávez y el pueblo venezolano encabezan la primera gran ofensiva contra ese sistema inhumano y saqueador. Y en los dos casos, y respetando sus particularidades, con una misma bandera que no deja de flamear: el socialismo.

(Publicado en la revista Sudestada, abril 2013, número 117)