jueves, 27 de junio de 2013

Malditos: Jack Kerouac


La ruta tiene vaivenes, subidas y bajadas, apenas el rumor de autos lejanos y un trasfondo de árboles, cielo y aire puro. Alguien camina a su lado, como otras veces lo hizo, buscando, en un último intento, ese lugar, o ese estado de ánimo, que persiguió durante años. Jack Kerouac enfila hacia Big Sur, en California, lugar de acantilados y mar que la generación beat eligió como uno de sus páramos.

Todavía se lo puede ver: un cuerpo formado en una juventud de deportista, la mirada un poco caída y nostálgica que, en más de una oportunidad, se transformó en ojos brillantes y profundos en medio de delirios nocturnos e interminables. Y también, a lo lejos, se pueden oler las ideas y los párrafos escritos de forma demencial -como las melodías de jazz- que Kerouac dibujó en toda su vida.

Nacido en el poblado estadounidense de Lowell en 1922, Kerouac se convirtió en uno de los iconos de la cultura beatnik, pero su figura no quedó petrificada en un tiempo que, hoy en día, los grandes medios muestran como un momento de “locura hippie”. Kerouac, que falleció en medio de un delirium tremens por su alcoholismo en 1969, escribió un conjunto de novelas que retrató sin fisura a una generación y a la sociedad con la que convivió. Autobiográficos, descarnados y melancólicos, sus libros se siguen leyendo como una aproximación a la cultura estadounidense, la forma de vida de una sociedad en permanente decadencia, pero también como una radiografía de un grupo de personas que buscó otro modo de transitar el mundo. Desde intelectuales de la izquierda radical hasta budistas escondidos en las montañas, pasando por locos, drogadictos, artistas de vanguardia y happenings que duraban varios días entre cabañas campestres, ciudades luminosas, clubes de jazz y calles nocturnas; todas imágenes plasmadas en las páginas de sus libros.


A los 17 años, Kerouac comenzó con la escritura, influenciado por Ernest Hemingway, Jack London y, posteriormente, Tom Wolf, al que llegaría a considerar su maestro. Aunque en 1940 ingresó a la Universidad de Columbia, Nueva York, en la cual se consagró como jugador de fútbol americano, abandonó los estudios para apostar por el Ejército. Ante la imposibilidad de pertenecer a las Fuerzas Armadas, sus primeros años trascurrieron como marino mercante, surcando el mar e iniciando uno de sus tantos caminos recorridos que también lo llevaron a trabajar como ferroviario y guardabosques. Con el paso del tiempo, Kerouac trabaría amistad con Neal Cassidy, protagonista de varias de sus novelas, amigo y compañero de viajes y juergas, espejo donde siempre se quiso ver y amante ocasional. En el frenesí de sus días, además, estarían presentes William Burroughs y Allen Ginsberg, al cual le regalaría el título de Aullido para su principal obra poética.

Su primer libro El campo y la ciudad (1950) pasó desapercibido, como otros textos que fue escribiendo en esa década, hasta la aparición de En el camino (1957), que no sólo lo consagraría sino que se transformaría en la obra insignia de la generación beat. Pero con esta novela, donde Cassidy es el protagonista principal, Kerouac se montaría en una permanente lucha entre el éxito y sus aspiraciones zen, lucha atravesada por el alcohol, las drogas, la soledad y más novelas escritas tras extensos viajes.

En sus libros, tal vez, se pueda establecer una división, arbitraria como siempre, donde la escritura llega a los mejores momentos en En el camino, Los subterráneos, Trisstesa y Big Sur. En la otra vereda, con las mismas palabras delicadas y precisas que caracterizaron su escritura, aparecen Los vagabundos del Dharma y Las vanidad de los Duluoz, en las cuales las divagaciones budistas opacan las vibrantes descripciones de su generación, las historias de amor desesperado, los pensamientos sobre una sociedad que no ofrece futuro alguno.

Con un estilo propio donde el ritmo del jazz impulsaba su pluma, como también los buscó tiempo después Julio Cortázar, Kerouac supo transmitir sus experiencia demenciales y frenéticas en sus novelas. Este estilo lo llevaría al máximo, modificando su máquina de escribir a la que le adhirió un rollo de papel para, de esa manera, no tener que cambiar de hojas y cortar el bop de la escritura.

Luego de una extensa travesía junto a Cassidy, Kerouac retrataba En el camino: “bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y yo vacilaba tras ellos como he estado haciendo toda mi vida, mientras sigo a la gente que me interesa, porque la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas”.


En Los subterráneos, una breve novela de amor intenso, Kerouac permite que el lector se enamore perdidamente de Mardou, esa mujer morena, de curvas sinuosas, que se desvanecía por calles humeantes y ponía en una tensión permanente al protagonista, que no era otro que el mismo escritor. En Los subterráneos también aparecen destellos de sus dudas y contradicciones, que lo acompañarán hasta los últimos días. “El sol suave -escribía-, las flores y yo que me alejaba por la calle y pensaba: '¿por qué me habré permitido alguna vez aburrirme en el pasado?', y como compensación me emborrachaba o tomaba esas cosas o me daban ataques o todas esas artimañas que usan las personas porque desean algo, cualquier cosa, salvo la serena comprensión de lo que realmente existe, que después de todo es tanto, y las cavilaciones provocadas por las odiosas convenciones sociales, las rabias, el hacerse mala sangre por los problemas sociales y por mi problema racial, todo eso importaba tan poco; aunque ahora podía sentir esa gran seguridad y el oro de la mañana terminaría alguna vez por desvanecerse, y ya había empezado a hacerlo; hubiera podido construir toda mi vida como esa mañana solamente sobre la base de la pura comprensión y el deseo de vivir y seguir adelante, dios, todo era la cosa más hermosa que jamás me había sucedido, a su manera; pero todo era también siniestro”.

En Tristessa las oscuridades que lo rodeaban se observan nítidas y dolorosas en su relación con Esperanza Villanueva, protagonista de la novela, y en su vaivenes entre la pureza budista y las tentaciones de la marihuana y la morfina. En el prólogo del libro, el sociólogo y traductor mexicano Jorge García-Robles analiza esta relación entre el autor y su musa: “Ambos sentían que la muerte y no la vida era el polo magnético que ineludiblemente los arrastraba, tenían conflictos con su entorno, se autodestruían con sustancias y buscaban consuelo en la religión. La compasión que Kerouac manifiesta por ella en la novela es la compasión no confesa que sentía por sí mismo”. A lo que agrega: “Los pruritos religiosos de Kerouac le ayudaban tanto a escribir como le estorbaban para vivir. Y es que en realidad la única religión de Kerouac siempre fue la literatura... una religión que nunca lo salvó de seguir viviendo como no quería...”.

Una síntesis de su vida, Kerouac la deja estampada en La vanidad de los Duluoz, uno de sus libros más autobiográficos: “Te matas, y matas a unos cuantos más por el camino, para llegar a la cumbre de tu profesión, por decirlo así, de modo que cuando llegas a la edad madura, o poco después, puedes quedarte en casa y cuidar de tu jardín la mar de contento; pero, como eres famoso, la multitud acude a tu jardín y pisotea todas tus flores. Y, entonces, ¿qué?”. Y esa parece ser la gran pregunta en el camino: “Y, entonces, ¿qué?”.

(Publicado en revista Sudestada, número 116, marzo 2013)

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