jueves, 14 de octubre de 2010

Días y noches (V y VI)


V
Dos días en Argentina y todavía no había podido tomar un cortado. Cuarenta y ocho horas en el país y conocer a Mariela lo había descolocado.

Cuando le dijo al taxista en Ezeiza que lo llevara hasta Congreso nunca imaginó descubrir a Mariela, hablar con ella, invitarla un café (que nunca llegó a ser) y terminar en su departamento, los dos gimiendo y buscando la piel de los cuerpos con desesperación.

Había llegado al país por una semana con una valija pequeña y desordenada, los trámites que tenía que hacer eran complicados y aburridos, y solamente deseaba pasar unas horas en la plaza Primero de Mayo. Más de una vez le habían preguntado qué le gustaba de ese lugar. No lo sabía bien, la plaza no era ni grande ni muy bonita, tampoco demasiado tranquila, por Irigoyen pasaban varias líneas de colectivos, o sea, humo y bocinas, frenadas y una que otra puteada, pero había crecido en esa plaza y tenía buenos recuerdos. Eso decía cuando le preguntaban.

Bajó del taxi, puso la valija en la vereda y vio a Mariela: sentada en un banco, el sol tibio de invierno sobre la ciudad, las piernas cruzadas y en sus manos un libro que no quería leer.

Su cara le pareció hermosa, el contraste de la piel blanco y las pecas que se dispersaban desde la nariz hacia los pómulos, tantas manchitas rojas, su cabello negro y algunos mechones que caían suaves sobre su rostro, entonces ella se transformaba en una noche de cielo peligroso y profundo con luceros en todo el firmamento.

Sintió el impulso de ir a hablar y eso hizo. Le dijo “hola” y se dio cuenta que con la valija parecía un poco extraño. “Ojalá no crea que soy un mormón”. Ella le sonrió y después todo fue conversación y saborear la cadencia de su voz, dulce y a veces imperceptible entre tantos colectivos y Buenos Aires.

El primer beso se deslizó entre palabras y miradas. Después la tarde los contempló mientras se juraban deseos imposibles.


VI
-¿Qué te dijo?

-Eso, que tenía que hablar con nosotros. Nada más.

-¿Lo viste?

-No, no, me dijo por teléfono. No parecía raro, pero él siempre tiene esa voz de medio dormido.

-Andá a saber qué le pasó.

-Mirá, me parece que viene por el lado de Mariela, hace unos días me comentó algo pero por arriba. Nos cruzamos de casualidad en el subte, yo ya bajaba. Hablamos pavadas y cuando le pregunté por Mariela dijo “ahí vamos”, y eso me sonó extraño. Le pregunté si les pasaba algo y me contestó que iban a cambiar algunas cositas. Eso dijo, “algunas cosita”, nada importante. En eso llegamos al Abasto y bajé. Él se iba para la casa.

Caminaban por la Plaza Congreso. Las bandadas de palomas volaban hasta los árboles para después caer en picada sobre algunos niños que tenían las manos llenas de maíz.

-Me preocupa un poco, pero capaz es una boludez.

Cuando llegaron a Callao ambos sintieron que por un segundo cesaban los ruidos de autos, colectivos, motos y personas. Fue un silencio instantáneo, como una gota que cae sobre un ojo: se cierra y se abre en un flash imperceptible.

Se miraron y siguieron por Callao. A lo lejos escucharon una sirena, a la que se le sumaron otras mientras se acercaban al edificio donde Patricio trabajaba.

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