martes, 19 de octubre de 2010

Blues de la noche mexicana


La lluvia cae fina en San Cristobal de las Casas. Los alrededores silenciosos, las luces colgando del cielo y una calle perdida imposible de encontrar. Nadie sabe bien hacia a dónde vamos. Uno de nosotros tiene el recuerdo de una puerta de madera, un patio, una escalera y algunos cuartos descascarados y repletos de humo. Esa es la referencia y a ese lugar caminamos.

Somos cinco o seis personas, una representación bohemia y chistosa donde las voces españolas llevaban la delantera con sus carcajadas roncas y puteadas esperanzadoras. Hay a un australiano, perdido en el mundo, despeinado, viviendo en la costa mexicana que brilla con la luz del Pacífico. Su cara no es muy diferente a la expresión máxima de Jack Nicholson en El Resplandor. Los argentinos marchamos atrás custodiando las botellas de cervezas.

La calle tiene un nombre que nadie recuerda del todo. Los taxistas nos dicen que es para un lado, pero cuando le preguntamos a otro, con una sonrisa tierna, nos contesta que queda a quince cuadras para el otro lado.

San Cristobal es un capullo templado, repleto de personas que rayan la locura y la responsabilidad, mochileros y aventureros, hippies olvidados, militantes de las bases de apoyo zapatistas, viajeros curiosos, turistas europeos que corona su formación colonizadora sacando fotos a las mujeres indígenas que tejen en las plazas.

Pero esa noche la lluvia... Y el desconcierto.


Las piernas ya no responden. Las cuestas de las calles chiapanecas son empinadas, tranquilas y agotadoras. La cerveza es lo único que reconforta.

Llegamos a una esquina difícil de reconocer. Muchas calles la cruzan y apenas un foquito cuelga de un cable que sale de la oscuridad de la noche.

Miramos para los cotados, hacia arriba, vemos un cartel confundido en la pared sombría de una casa. Encontrar la casa no quiere decir que finalizó la búsqueda. Lo único que tenemos es una puerta verde y el recuerdo de La Abuela, un madrileño destructivo con carcajadas ensordecedoras, panadero de profesión, que en una pierna se tatuó la palabra “si” con fuego. Ese es nuestro guía y todos lo aceptamos con felicidad.

Se escucha un murmullo. Un sonido débil en la noche mexicana. La calle sube y nosotros subimos con la fina lluvia y los pies cansados. Seguimos algún rastro, observamos las casas humildes, el mutismo de la ciudad. Alguien señala una puerta, La Abuela se abalanza y golpea. Nadie contesta. Esperamos y hablamos. La puerta cruje, una cara se asoma y sonríe. Ya estamos adentro, el patio con techo de cielo rodeado de habitaciones. La bienvenida es cálida, afectuosa, despreocupada. Subimos unas escaleras de hierro oxidado. Otra puerta se abre: adentro hay luz amarilla, humo y blues. Saltamos a un tatuador que trabaja sobre la pierna de un muchacho. Los rodean dos chicas, mientras una pareja se besa sobre un colchón en el piso.


Son dos habitaciones repletas de personas. Cruzamos hacia la otra, el cuadro es espléndido: las guitarras sacan blues californiano de sus cuerdas. Una joven flaca se bambolea de un lado para el otro mientras con uno de los guitarristas cantan un estribillo hipnótico: “down by the river side, down by the river side...”. Las sonrisas bailan con la música, las botellas de cervezas no tocan el piso, todos nos acomodamos en rincones, colchones, sillas esqueléticas. Los músicos siguen, son locos sueltos en tierras aztecas: estadounidenses que vinieron en un viaje y nunca pudieron irse, asqueados de los días iguales en el norte, personas sin rumbos que escapan del American Way of Life, desertores de la modernidad, hijos y nietos de Jack Kerouac y Neal Cassady.

La música cesa, la cerveza refresca a los músicos, la bailarina cantante se despide, sus ojos dicen basta, su piel blanca necesita aire fresco y descanso. Uno de los músicos es negro, alguien pregunta quién es, la respuesta es Jimmy, increíble pero real, hace años llegó a Chiapas desde Nueva Orleans, su cara refleja los años, nunca pudo volver, ahora vive sin tiempo ni normas, escribe canciones, apenas habla el castellano, vuelve a rasgar un rock & roll, otro músico se suma, es el joven que se estaba tatuando, demente, canta como John Lee Hooker, las palabras rasposas y tristes, nadie habla, nadie respira, las guitarras se suman, la noche se esfuma por una ventana abierta, la lluvia libera la habitación, una brisa nos pega en las mejillas, nadie se quiere ir, nadie desea que el sol salga solo ese día, nadie trata de salir de esa noche secreta y dulce.

Caracas, 19 de octubre, 2010

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