domingo, 26 de septiembre de 2010

Días y noches (III y IV)


III
Antes que el vidrio estallara, Lourdes miró hacia el escritorio donde todas las mañanas Patricio se sentaba hasta las cuatro de la tarde. El trabajo de oficina apestaba. Lourdes lo sabía y, con sus pocos años, oscilaba entre resignarse o renunciar.

Patricio era alto y algo robusto, el cabello castaño y ondulado, una espalda ancha que ella soñaba durante las noches. Era cordial, aunque un poco retraído. Nunca lo había visto reír; simplemente sonreía. Nunca una carcajada estridente, apenas una sonrisa sincera y blanca.

Lourdes soñaba con él. Y algunas noches no podía frenar el éxtasis que le despertaba imaginar a Patricio sobre su cuerpo. Al principio sentía pudor o vergüenza, pero con el tiempo dejó los cuestionamientos de lado y se regaló el placer de cerrar los ojos, liberar su cuerpo desnudo en la cama y dejar que sus manos bajen por los pechos hasta el vientre, los dedos humedecidos mientras la transpiración cubría las axilas y las piernas hasta multiplicarse en sus nalgas.

Con Patricio conversaban a menudo, pero nunca se animó a dar otro paso. En ocasiones pensó que él no tenía más intenciones que una amistad laboral. No lo podría saber jamás, porque ahora Patricio caía directamente hacia la avenida en plena mañana.

IV
El ruido estrepitoso del cuerpo perdiendo la vida contra el techo de un auto lo hizo saltar del susto.

“La puta madre que lo parió”, dijo Oscar Benítez, taxista, nacido y criado en el barrio de Flores.

Se le congeló la espalda y la piel pasó del rosado al blanco en menos de un segundo.

Esperaba que las filas de autos avanzaran por Callao cuando una persona reventó a su lado, ventanilla de por medio. Oscar miraba hacia delante tratando de descubrir las razones del embotellamiento. Justo en ese momento el cuerpo cayó del vacío sobre el auto que estaba a su izquierda y los pedazos de vidrios se dispararon como balas.
Mientras observaba el cuerpo salpicado de sangre, le agradeció a dios tener las ventanillas del taxi cerradas.

“Es un pibe. ¿Qué mierda le pasa a estos pendejos?”, pensó.

Hacía un rato había llevado a una chica hasta la terminal de Retiro. Tenía la cara triste y le preguntó qué le pasaba. La chica dijo pocas palabras, algo sobre un dolor profundo y un viaje para escapar y olvidar.

Oscar avanzó unos metros y estacionó el taxi. Sabía que no podía hacer nada. El muchacho estaba muerto y la chica lloraba en un colectivo que viajaba al sur.

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