jueves, 9 de febrero de 2012

Imágenes Redondas


Hay muchas imágenes de los recitales de Los Redondos. La caravana de gente caminando hacia el estadio, banderas surcando el cielo, la policía acechando, nosotros más unidos que nunca porque sabemos que en ese momento somos una sola persona; la noche cerrada y atravesada por los fuegos de las bengalas, canciones que estremecen a miles al mismo tiempo, las caras de felicidad que crecen mientras los acordes transforman la respiración en música profanas, única, siempre irrepetible y sanadora, cargada de rabia y paz, todo a la vez, un sinfín de sensaciones históricas.

Pero las imágenes que más recuerdo son de Mar del Plata. Era 1999 o el año 2000. Los Redondos y los que los seguíamos estábamos con la soga cada vez más cerca del cuello. El invierno no daba tregua y la policía tampoco. Cuando pisamos la estación de trenes de Constitución supimos que esos días iban a ser largos y complicados. En la estación retumbaban las balas de goma, la gente corría, los policías provocaban y se relamían.

El viaje en tren hasta Mar del Plata pasó del caos total a despertarnos en una mañana congelada y gris.


La ciudad estaba militarizada porque nosotros queríamos escuchar rock. Y por eso las balas de goma seguían silbando y los gases lacrimógenos nos ahogaban.

Al mediodía hubo un poco de calma, apenas unas horas de tregua.

Nos habíamos alejado del estadio donde a la noche era el recital. Pateábamos las calles buscando un almacén donde comprar vino. La gente estaba feliz, aunque la violencia de la policía dijera lo contrario.

Compramos unas botellas y nos sentamos en el portal de un negocio cerrado. Nos sacamos una foto, que todavía anda por ahí. El sol calentaba un poco los cuerpos. Queríamos que el recital comenzara ya, queríamos saltar, cantar, emocionarnos con Un ángel para tu soledad o lagrimear con Juguetes perdidos y el recuerdo de Walter.


Cuando terminamos las botellas volvimos a caminar. En una de las esquinas había una casa en construcción cercada por chapas. Antes de cruzar la calle, una de las chapas se levantó y salió una chica. Atrás de ella salió un chico. Sus caras despedían dulzura, las sonrisas les iluminaban los cuerpos. Esa es la imagen. ¿Dónde se habían conocido? Tal vez en el tren, o hace años atrás. No importaba, ellos estaban felices.

Ella era morocha, la piel blanca, el cuerpo flaco ajustado en unos jeans, una remera roja y una campera negra. Él tenía la cara parca, el cabello corto y negro, los brazos tatuados. Los dos emanaban el exacto espíritu de un recital de Los Redondos. Era su día, su momento de gran comunión, veinticuatro horas para conocerse, disfrutar, amarse, tocarse y gozar de sus cuerpos, del dulce humo que bañaba a la ciudad, de la tranquilidad de saberse parte de una gran familia leal y arriesgada.

Los chicos se alejaron tomados de la mano. Él después la abrazó y sus cuerpos se pegaron.

Ni el frío, ni las balas de gomas, ni la inconciencia con la que nos acusaban, los iban a separar.

(Caracas, 3 de diciembre, 2011)

1 comentario:

  1. Leandro! que hermoso relato, mucha pasión para transmitir lo que es ser Redondo! saludos desde CasaRock

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