(Artículo de Prensa Latina, publicado el 22 de septiembre de 2011)
Cuando, en 1943, Raymond Chandler llega a la Paramount, tiene 55 años. Es escritor de novelas policíacas. Su obra sólo es conocida entre los fanáticos del género. Y él y su mujer están al borde de la miseria.
Dos años antes, la RKO le había comprado los derechos de “Adiós, muñeca” por unos cientos de dólares. Con la novela se rodó un filme de la serie “El halcón”, que interpretaba entonces George Sanders. El clásico producto B que pronto fue olvidado.
Al año siguiente vendió los derechos de “La ventana alta”, pero esta vez a la Fox. Y con Lloyd Notan en el estelar. Otra peliculita tipo B que pocos vieron y nadie recuerda. Su arribo a la Paramount ahora, por tanto, marcaba su verdadero debut en Hollywood.
Y lo hacía para trabajar con Billy Wilder en la adaptación de la obra de James Cain que en español se conoce como “Pacto de sangre”.
Título clave del cine negro en que la pareja protagónica, Barbara Stanwyck y Fred MacMurray, asesina por ambición y pasión adúltera.
Según relata Wilder en sus memorias, cuando se conocieron fue “odio a primera vista”. El escritor le pareció un hombre amargado, histérico, de tez macilenta como de alguien que se esconde y bebe, desaliñado y que fumaba una cachimba apestosa.
Además, había oído decir que había perdido un buen empleo a causa de sus borracheras. Y que estaba casado con una mujer mucho mayor que él. Reconocía que era un autor que podía describir maravillosamente y componer buenos diálogos. Pero que era más fácil escribir un guión en común con dramaturgos que con narradores.
Opinaba el inquieto vienés que un dramaturgo, en contraposición con un narrador, sabe que una obra de teatro, una película, es como un juego de ajedrez donde cualquier movimiento condiciona y determina el siguiente.
Decía que un movimiento puede ser todo lo bonito que se quiera.
Pero que si no hace avanzar la historia no sirve para nada. Y añadía: “Una escena que pueda sacarse de una película sin que ésta pierda su sentido es una escena incorrecta. Escribir para el cine es lo mismo que jugar ajedrez. Escribir una novela es lo mismo que hacer solitarios”.
Por su parte, Chandler también se sentía incómodo. Entre otras cosas, no soportaba la franqueza, la ironía y el hablar altisonante de Wilder. Consideraba que lo humillaba cuando le daba órdenes, como pedirle que abriera una ventana, cerrara una puerta o trajera un poco de café. Y que era una grosería el que trabajara con el sombrero o un gorro puesto.
Es decir, habían chocado dos personalidades totalmente opuestas. Al extremo que cuando se separaron, el escritor recordaría su colaboración con el cineasta como una experiencia insoportable que seguramente acortó su vida. Y Wilder no se quedó a la zaga, pues dijo que nunca había trabajado con alguien que le irritara más.
En Hollywood nadie sabe leer
Al final todo salió bien. La historia ganó en agilidad narrativa. Abrió paso a una manera nueva de hacer cine en la pantalla
norteamericana. El guión obtuvo una nominación al Oscar. Y cuando James Cain vio el filme lo consideró superior a su novela.
Poco después, a Chandler le asignaron mejorar los diálogos de dos guiones ya hechos. Uno que estaría interpretado por Alan Ladd. Y otro por Joel McCrea. En ambos casos se mostró con mayor rapidez y más ducho en el manejo del lenguaje cinematográfico.
Con los días sigue progresando. Aprende nuevos secretos del texto fílmico. Pero la suerte le es adversa. Directores mediocres (no todo el mundo es Wilde) cambian sus originales y destrozan sus iniciativas. Tanto es así, que Chandler confiesa a un colega: “En Hollywood nadie sabe leer. Y si lo hubiese sería incapaz de diferenciar un guión bueno de otro malo”.
El gran reto lo tiene cuando la Paramount le pide un guión original para su estrella Alan Ladd y escribe “La dalia azul”. Una novela trunca que convierte en guión y donde encontramos todos los ingredientes característicos de sus climas. Amén del manejo atinado de la psicología de sus personajes. Y el conocimiento cabal de la sociedad que nos presenta. Todo un señor thriller-melodrama.
El otro gran director con el que Chandler trabaja (y sufre) es Alfred Hitchcock, para el que, en 1951, escribe el guión de “Pacto siniestro”, según el libro de la novelista Patricia Highsmith.
La colaboración entre uno y otro fue un desastre. Con decir que el escritor veía en el realizador a un individuo tan grueso como cerril, incapaz de admitir nada que no fuesen sus propios puntos de vista.
Y el cineasta, más comedido, se limitaba a señalar que las cosas no habían marchado bien entre ellos. Aunque, eso sí, hacía responsable fundamental del fracaso del guión a Chandler y argumentaba al respecto.
Por ejemplo, señalaba que cuando le decía al escritor por qué no hacer tal o cual cosa, éste le contestaba invariablemente que si tenía las soluciones en la cabeza para qué lo necesitaba. Finalmente, Hitchcock llamó a Czenzi Ormonde, otro libretista, para terminar el guión.
Un raro especimen
Es posible que Hollywood haya subestimado al autor más importante de la novela negra. Se le tomaba por un simple escritor de libros policíacos. Un obrero de la literatura que marcaba tarjeta a las ocho de la mañana y al que fácilmente se le podía hacer bajar la cerviz.
Muy pocos, dentro de la industria del cine, admiraban sus relatos, diálogos y audaces imágenes. Y mucho menos aún conocían de su fuerte integridad artística y su voluntad de libertad. Todo lo cual hizo de él un raro espécimen del sofisticado aparato organizativo hollywoodense.
Sobre su paso por el centro tradicional del cine estadounidense dejó varias observaciones. Algunas de las cuales dan prueba de su aguda capacidad irónica, otro de sus fuertes: “Si mis libros hubiesen sido peores, Hollywood jamás me habría llamado. Y de haber sido mejores, yo nunca hubiese ido”.
“En Hollywood encontrar un buen guión resulta un fenómeno tan extraordinario como ingenuo. No me preocupa mi reputación como guionista. No me gusta escribir guiones y jamás volveré a hacerlo. Si hice esto fue simplemente por dinero”.
“Hollywood es una especie de palacio de gobierno sudamericano tomado por asalto por militares vestidos con uniforme de opereta. Cuando todo termina y se pueden contemplar los muertos andrajosos que pueblan por millares las calles ante los muros, uno comprende de improviso que esto no tiene nada de divertido: es un circo romano condicionado a marcar el fin de una civilización”.
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