viernes, 10 de junio de 2011

La novela de Labraza


El Predicador llegaba siempre entrada la noche, cuando el silencio caía sobre la ciudad y los perros vagabundos rondaban algún lugar dónde cobijarse.

Como odiaba a la iglesia y a las religiones en general, en el bar no tardaron en apodarlo de ese modo. Si a esto se le sumaba que, desde hacía años, escribía una novela infinita y maratónica, el sobrenombre para Antonio Labraza venía como anillo al dedo. Pero lo que realmente daba razón a su apodo era esa novela o, mejor dicho, los relatos fragmentados que nos daba de ese texto que nunca nadie había visto.

Porque en las noche densas y etílicas, el Predicador dejaba que todos alcanzaran un alto grado de curiosidad sobre “ese libro” y, cuando alguien estaba a punto de pedirle que contara más, se lanzaba a hablar, relatando la historia, sus escenarios, conflictos y delirios hasta que el amanecer bostezaba en el cielo.

Su novela arrancaba en su apellido, Labraza, pueblo medieval en la frontera con Navarra, donde tres amigos de la infancia llegaban a la adolescencia con un asesinato y una mujer pasional de por medio. En ese punto comenzaba la travesía de los personajes, que juntos -aunque distanciados por aquella mujer difusa y dadivosa en el amor- cruzaban en un barco mercante el Atlántico para desembocar en la Patagonia y seguir el trayecto hasta La Pampa.

La historia de Labraza era infinita, oscura, densa, misteriosa, todo a la vez. Era una historia oral que se desarrollaba en la voz de su autor, quien juraba y perjuraba que su novela avanzaba en el papel tanto como en los relatos de esas noches donde quedábamos atrapados en el bar del Máquina.

Curioso el Predicador: hasta que no arrancaba con las voces que contaban su novela, hablaba poco, sobre lugares comunes y siempre era un punto fijo para un truco o un chinchón. Juan me decía que, como escritor, era muy bueno, principalmente porque nunca hablaba de sus dotes magnánimos en el mundo literario, sino que se dedicaba a contar una historia cuando todos tenían ganas de escucharla.

La lluvia se desató de un momento a otro. La humedad y el cielo con nubarrones cargados habían aguantado bastante. Cuando el diluvio empezó a caer, Labraza nos decía que los tres amigos habían llegado a la laguna La Arocena, cerca de General Pico. Un camionero los había levantado por la ruta 3, a la altura de Rawson, y les había aconsejado buscar a unos  capataces de campos que conocía.

-La historia de Labraza no es lineal y cronológica, es un ir y venir por territorios y décadas pasadas -se entusiasmaba Juan cuando el autor ya había dejado el bar- El tema es que no sabemos si es su historia, la de sus personajes o la de alguien más, pero lleva su apellido.

Labraza sigue contando su historia y el final parece más lejano que nunca. Cerveza en mano, sentado contra la pared, su voz es un permanente desvelo para quienes lo escuchamos. Hemos reconocido a esa mujer de sexo frenético que describió Labraza en más de una ocasión. Y nos preguntamos de forma recurrente si esa historia es la de su vida, donde un asesinato lejano despertó un viaje que todavía no terminó.

Caracas, 10 de junio de 2011

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