martes, 25 de enero de 2011

Carta desde una bicicleta


Me escribe Anton desde algún lugar. No me dice dónde, pero debe ser Centroamérica. Vive hace varios años saltando de Guatemala a Nicaragua, de El Salvador a Honduras.

Anton nunca deja de andar en bicicleta. Me lo dice en esta nueva carta en papel amarillento, escrita con un trazo negro fino y letras recostadas hacia la derecha.

Cada vez que recibo su correspondencia puedo leer que todos días se encuentra más lejos de su Suecia natal. En sus palabras se confunden cada vez más los recuerdos de la armonía de las calles y la limpieza de los edificios de Malmö. Me dijo tiempo atrás que esa sociedad tenía problemas para avanzar, que la pulsión de la vida se pierde en la perfección y que el silencio de las noches no es lo mismo en Guatemala que en Finlandia.

Anton bebe, por lo que me cuenta con más ahínco desde hace un tiempo. Pero no se preocupa.

También busca entender algo, salir de un círculo donde estaba encerrado.

Esto me lo dice en la última carta, donde recuerda que el campo nicaragüense es un páramo. Sus padres viven ahí. En realidad, son una pareja de viejos campesinos que lo recibieron cuando llegó por primera vez. En cada carta donde los nombra, me recuerda que esos dos viejitos de cabellos blancos y piel curtida, mientras pasan los días se sienten más sandinistas.

Esto lo pone feliz a Anton que, luego de charlas y silencios, trata de entender un poco más el lugar donde eligió vivir.

Me dice que estuvo trabajando con ellos, en el campo, arando y cosechando. Y disfrutando del sol que se esconde al atardecer y convierte al cielo en una mancha roja con vetas anaranjadas.

Anton me comenta que pronto nos veremos. Que necesita viajar. Que no puede quedarse quieto. Que estas tierras le devolvieron la vida. Que aprendió de la humildad de los que nada tienen, pero no bajan los brazos por eso.

Anton se despide siempre en sueco, entonces nunca entiendo, pero creo comprender lo que dice.

Caracas, 22 de enero de 2011  

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