viernes, 24 de diciembre de 2010

Después de la puerta


La puerta siempre está abierta. Las estaciones del año pueden llegar a sus extremos insoportables, pero la puerta sigue abierta. Para entrar hay que subir dos escalones, comenzar a respirar el humo del tabaco, sentarse en alguna de las mesas, mirar hacia el mostrador-heladera de madera y estaño, esquivar la mesa de pool para ingresar al baño por una puerta de dos hojas al fondo del bar. Detrás hay un patio de baldosas grises, con otra mesa de pool que la carcome el tiempo y un alero de plástico agujereado que no cubre todo el cielo y nunca resiste las lluvias.

Detrás de la heladera-mostrador, sobre la pared, hay un almanaque de 1980 con la figura de una modelo imposible de recordar, una vitrina sucia con botellas y cajas de cigarrillos antiguas, y varios azulejos quebrados.

El Máquina saluda y su voz es un V8 acelerando. Los rastros de la mala vida, como decimos nosotros, están marcados en cada parte del cuerpo de ese hombre. Su cara son grietas, arrugas y desolación. En los brazos los tatuajes se desparraman con imágenes imposibles de descubrir. Todos sabemos que su vida fue miserable y que ahora simplemente deja que llegue a su final. No lo admiramos, ni respetamos, pero tememos reconocer que en ciertas cosas caminamos por las mismas veredas.

En nuestra mesa ya hay vasos con cerveza y vino, un mazo de cartas, un platito con maní, atados de cigarrillos, carcajadas y suspiros.

Nos encontramos en ese momento de la madrugada, donde algunos puntos del horizonte comienzan a clarear y la ciudad se suspende en silencios profundos y pacíficos. El otoño trae buenos vientos frescos.

Daniel dice “otra vez acá”. Sabemos muy bien qué significan esas tres palabras. Creo que a estas alturas las disfrutamos. Y dejamos que la noche continúe.

(23 de diciembre de 2010, Caracas)

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