lunes, 20 de septiembre de 2010

¿Ya son diez años sin Soriano?



Mi viejo me habría dicho “son cosas de la vida”. Pero sucedió así: un sobrino de mi abuela Ñata siempre le llevaba libros.

Yo, a los 17 años, arrancaba con la literatura y lo que caía en mis manos, lo devoraba. Un tarde mi abuela me dijo que tenía libros nuevos, revolví, y vi la tapa azul. A Osvaldo Soriano no lo conocía, no tenía idea quién era. Sus notas de Página/12 no las tenía en cuenta, porque, tal vez de una manera sana, no tenía en cuenta a los diarios.

Pero ahí estaba, “Cuentos de los años felices”, y esa tapa azul. Fueron algunos artículos que leí, desesperado; fueron, recuerdo, dos días con ese libro, entrar a sus páginas y entender que jugar al fútbol ya no sería lo mismo. Que un señor, el Míster Peregrino Fernández, era el técnico que yo quería para Independiente. Como quiero ahora: muchos delanteros y, a lo sumo, dos defensores, y así ver goles y festejos y sonrisas y, por qué no, epopeyas.

Dije que fueron dos días donde abracé a Soriano, como se abrazan sus libros: en una comunión de amistad, ternura, solidaridad, recuerdos que calan profundo. Fueron dos días con esas historias donde el Gordo y su padre eran protagonistas que chocaban y se apreciaba, viajaban en silencio y tenían el horizonte como utopía; padre e hijo recorriendo rutas, cabalgando en motos que se revelaban ante las curvas, un relación distante que se definía en miradas que acercaban con un calor particular y arrasador. Y después de esas lecturas comencé a entender un poco a mi viejo, sus tiempos, costumbres y silencios.

Dos días, pienso. Y la imagen en la televisión fue fugaz, rápida, efímera. La secuencia mostraba a Charly García bajando de un auto, y sus brazos largos e incontrolables desparramando periodistas y, entonces sí, la voz que anunciaba que había muerto, el Gordo Soriano no estaba más, y sólo dos días para compartir el mismo aire y mis ojos se abrieron y no entendí.

Charly entraba al velatorio y decía algo sobre Soriano que se perdió en los oídos.
Fueron dos días que duran hasta hoy, retomar los libros de Soriano y saber, como todos saben, que las sonrisas surgidas de la lectura están siempre acompañadas por el compromiso. Dos días y una pregunta que vuelve: ¿por qué?

En rondas de amigos, en discusiones con compañeros y compañeras, en diálogos con amores perdidos, cuando aparece el Gordo las últimas palabras siempre son las mismas: ¿por qué?

¿Quién es el responsable de que genocidas y miserables gocen de buena salud y el Gordo no? ¿Quién decide, apañándose en su cargo de dios, a marcar con el dedo y, de un plumazo, retirarle la vida a los compañeros?

Frente a esto, que es tristeza y esperanza, dolor y razón para seguir en la lucha, las palabras de mi viejo me sigue diciendo: “son cosas de la vida”. Y entonces pienso: “¿Ya son diez años sin el Gordo?”.

(Enero de 2007)

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