(Artículo de Hugo Montero, publicado
originalmente en el nro. 1 de la revista Sudestada, agosto de 2001)
Cuando las ruedas del avión se despegaron
definitivamente de Buenos Aires, el escritor pudo respirar tranquilo. Hasta la
tos, que lo había acompañado durante toda su estadía en el país, suspendió por
un momento el ritmo implacable sobre su cuerpo enfermo. Desde arriba, de noche,
la imagen difusa de la ciudad en las ventanas del avión era tranquilizadora.
Buenos Aires, se repetía entre labios, en el silencio del vuelo, el escritor,
cada vez más lejos. Ese silencio era el mismo que lo había recibido días atrás
en su llegada, y esa indiferencia también lo acompañaba ahora, al igual que la
tos y ese cansancio insoportable, durante sus últimos segundos sobre suelo
argentino. Antes de reclinarse y entregarse al sueño que lo acercaría más al
cielo francés, el escritor no pudo evitar dibujar una entrañable sonrisa
mientras ese suelo se perdía en un paisaje cada vez más azul, cada vez más
lejos.
Dicen sus amigos que Julio Cortázar vino a
despedirse en diciembre de 1983. Dicen también que estaba consumido por la
enfermedad que lo mataría apenas tres meses después, en un frío París; pero que
conservaba intacta su ironía, su agudeza y su presencia provocativa, violenta,
fruto de esa contextura física tan particular, con esos ojos casi
independientes que siempre parecieron obra de algún pintor cubista. Cortázar
era argentino, pero no lo era desde una perspectiva falsamente nacionalista.
Cortázar era argentino porque escribía en argentino, y cualquier artista merece
ser juzgado por su trabajo, porque allí se encuentra su raíz, su identidad. Y
su obra decía siempre demasiado de Argentina. Sin embargo, cuando llegó no pudo
sentirse en su tierra; desde un principio se sintió extranjero, otra vez. En
realidad, así se lo hicieron sentir siempre. Corrían en Buenos Aires vientos frescos
por ese tiempo, la palabra democracia había ganado cierta sonoridad
satisfactoria y la gente sentía que, de una vez por todas, atrás había quedado
ese lapso histórico siniestro, simbolizado por la presencia genocida del
uniforme militar. La vida cultural resurgía de las cenizas, las calles
céntricas multiplicaban su oferta de obras y artistas, los libros ocultos
aparecían otra vez en los estantes; volvían también algunos innombrables de
afuera, pero otros se quedaban, para siempre, lejos. Cortázar, que se había
instalado mucho antes del golpe militar de 1976 en Francia, que se había
autocalificado como “exilado” porque carecía de la elección de poder volver a
su país y porque sabía que sus palabras no podían ser leídas y escuchadas
libremente en su tierra, también eligió volver. Solo, enfermo, cansado, eligió
volver por última vez. A despedirse, a pasear por sus calles (las mismas calles
por las que caminaron todos sus personajes), a charlar cara a cara con su
madre, a saludar a los viejos amigos.
“Ese viaje lo hizo cuando no debía hacerlo,
fue muy nocivo para su salud. Estaba muy agotado, exánime, fue un gran
esfuerzo. Poco después fue internado y empezó el ciclo de los hospitales. Peleó
inconscientemente contra la enfermedad, porque tenía muchas ganas de vivir. No
estaba para nada en sus proyectos eso de morirse”, recordaba su amigo y colega
Saúl Yurkievich, años después. Pese a todo, Cortázar se dio el gusto de salir a
caminar por el centro y asistió a un único acto público durante su visita:
presenció el homenaje a los autores del Teatro Abierto en el Margarita Xirgú,
donde recibió una cálida ovación de la multitud allí presente. Cuentan que
Cortázar se emocionó como nunca por ese reconocimiento que, sabía, merecía con
creces.
Carlos Gabetta recuerda que se quedó charlando
con Julio en una esquina céntrica, plena calle Corrientes, a la salida de un
cine después de ver No habrá mas penas ni olvido, la película basada en el
libro de Osvaldo Soriano. Julio esperaba allí a un periodista de Le Monde que debía
entrevistarlo en pocos minutos. De repente, comenzó a desfilar por la avenida
una multitud: era una manifestación por los derechos humanos. Julio guardó
silencio ante la escena, hasta que alguien lo reconoció y pegó el grito: “¡Ahí
está Cortázar!”. El grito fue una señal para todos. La manifestación trocó en
tumulto alrededor del cronopio. Se mezclaron besos y abrazos, brotaron
preguntas amontonadas y sonrisas de emoción, confundieron sus voces jóvenes que
querían contarle en dos palabras tantas sensaciones atravesadas con sus libros
y esos íntimos deseos de ser por un rato la Maga algunas, y Oliveira otros. En
el rostro de Julio no cabían tantos afectos, tantas palabras, desde lo más
profundo de su pecho latía con fuerza esa máquina imperfecta que habría de
apagarse algunos meses más tarde. Pero ese día, rodeado de jóvenes (sus
lectores, los de siempre), el corazón gopeaba contra las paredes del cronopio,
pugnando por salirse de una vez y saltar a la calle donde los otros cronopios
se despedían con un inolvidable cantito que hablaba de un regreso y de un amor:
“¡Bien-ve-nido, carajo! ¡Bien-ve-nido, carajo!...”
La cara marcada de besos, su autógrafo
desprolijo para siempre en un montón de libros y entre sus manos, un regalo
entrañable: un ramo de jazmines. Julio aspiró el aroma de aquellas flores con
la certeza de volver a recorrer aires conocidos. Después, convidó a los amigos:
“Huelan esto... jazmines del país. Con esta fragancia, no existen en ninguna
otra parte”.
El elefante herido
“Es posible que Cortázar haya ido a Buenos
Aires para mirarse al espejo por última vez. Dijo que estaba enfermo y que
volvería en febrero. Quería eludir a la prensa y escaparle a la admiración
beata. Temía que no lo dejaran andar en paz por esas veredas y esas plazas que
recordaba con la memoria de un elefante herido. Pero creo que como todos
nosotros le temía, sobre todo, al olvido”, escribió días después de su muerte,
Osvaldo Soriano. Pero su presencia, gigante y conmovedora, y su compromiso
inquebrantable con el socialismo, con Cuba y con Nicaragua, no eran elementos
demasiado bien vistos para ciertos personajes de quinta categoría, instalados
en el nuevo gobierno democrático. Mientras Cortázar paseaba por Buenos Aires,
el entonces presidente electo Raúl Alfonsín organizó una recepción formal con
numerosos intelectuales en un acto de reafirmación de los principios
democráticos. No faltaron allí esos intelectuales, los Borges y los Sabato, los
de extraño doble discurso, los que elogiaron los uniformes primero y se
acomodaron rápido después, sobre la hora. Allí no estuvo Cortázar porque no fue
invitado, pero él quería ir, sentía que tenía que estar. Según el escritor
Miguel Briante, el organizador central del evento tenía el número telefónico de
Cortázar, pero optó por no llamar. En ese sentido, Soriano relató que “Julio no
pidió la entrevista, pero le parecía interesante equilibrar o contrarrestar la
presencia de los Sabato y de los extremadamente moderados en el gobierno, o
gente que había estado durante la dictadura. La idea era que alguien que había
estado afuera, en el centro de la famosa ‘campaña antiargentina’, pudiera ser
recibido por el flamante Presidente como señal de que esto iba a ser una cosa
abierta. De ahí el fuerte significado político de ese episodio”. La historia
confirmaría que la cosa no iba camino a ser “muy abierta” como se decía, y por
eso la ausencia de Cortázar fue un síntoma elocuente del futuro próximo.
Su amigo Hipólito Solari Irigoyen fue el
encargado de confirmarle, avergonzado, que no había conseguido la audiencia.
“No es nada hombre, visita más visita menos, lo que quisiera es que le fuera
bien, que maneje bien el gobierno...”, cuentan que fue la respuesta de Julio,
pocas horas antes de su partida definitiva. Quién sabe, tal vez Cortázar zafó
de tener que darle la mano al hombre que tiempo después firmaría, con esa mano,
los decretos de Punto Final y Obediencia Debida, y ese frustrado encuentro
actúa hoy como violento contraste entre el nombre de un escritor que perduraría
en el tiempo por su coherencia ideológica, por su compromiso político y por su
inasible talento; y el nombre de un político radical que, en cambio, apenas
perdura (como si hubiera algún mérito en ello).
La indiferencia arrogante en el trato con
Cortázar desde el poder político argentino fue una pose bien estudiada desde
entonces. Ya el 12 de febrero de 1984, una vez conocida la muerte del escritor
en París, el gobierno de Alfonsín envió una miserable esquela, 24 horas más
tarde y con una lacónica frase de compromiso: “Exprésole hondo pesar ante
pérdida exponente genuino de la cultura y las letras argentinas”…
“El entierro fue tristísimo. Un frío polar y
un solcito que algún piadoso dios pagano hizo filtrar entre las ramas, como
para que el cronopio mayor se fuera bajo una imagen bonaerense”, sintetizó
Javier Fernández, en una carta enviada al librero Héctor Yánover. Al entierro
del escritor, de parte de la embajada argentina “mandaron al portero”, señaló
irónico Miguel Briante. Así, en una ceremonia fría, humilde en forma extrema, Cortázar
era enterrado en suelo francés.
En silencio, como siempre, Julio se fue. Queda
para los de este lado del mar su desbordante talento y su compromiso ejemplar,
pero también nos queda esa ridícula sensación de satisfacción al saber, casi
con certeza, que la última imagen que eligió Cortázar antes de irse fue la de
nuestras calles, la imagen de su gente. Consuelo que alcanza y sobra para un
último adiós.
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