(Empecé a leer de la mano de mi abuela
Ñata y de Osvaldo Soriano. El primer libro fue “Cuentos de los
años felices”. Al poquito tiempo de arrancar con ese libro,
Soriano se murió. Y la imagen de esa pérdida fue verlo en la
televisión a Charly García entrando al funeral de Soriano. Charly
parecía una muñeco desarticulado entre la gente, con los brazos y
piernas larguísimas tratando de pasar en medio de la muchedumbre. A veces pienso
si será verdad eso que vi, pero ya no me importa porque me gusta
tener esa última imagen de Soriano con Charly de por medio. “Cuentos
de los años felices” me enseñó, sobre todo, a entender un poco más
a mi viejo, sus cosas, mis rabias por sus cosas, el club, los amigos
(gomías, dice él todavía), esa ternura que tiene y a la que hay
que llegar después de escarbar un rato en su cara seria y silencios. Hace 16
años se murió Soriano. Simplemente, un bajón).
Mi padre era muy malo al volante. No le
gustaba que se lo dijera y no sé si ahora, en la serenidad del
sepulcro, sabrá aceptarlo. En la ruta ponía las ruedas tan cerca de
los bordes del pavimento que un día. indefectiblemente, tenía que
volcar. Sucedió una tarde de 1963 cuando iba de Buenos Aires a
Tandil en un Renault Gordini que fue el único coche que pudo tener
en su vida. Lo había comprado a crédito y lo cuidaba tanto que
estaba siempre reluciente y del motor salían arrullos de palomas. Me
lo prestaba para que fuera al bosque con mi novia y creo que nunca se
lo agradecí. A esa edad creemos que el mundo solo tiene obligaciones
con nosotros. Y yo presumía de manejar bien, de entender de motores,
cajas, distribuidores y diferenciales porque había pasado por el
Industrial de Neuquén.
Antes de que me fuera al servicio
militar me preguntó que haría al regresar. Ni él ni yo servíamos
para tener un buen empleo y le preocupaba que la plata que yo traía
viniera del fútbol, que consideraba vulgar. A mi padre le gustaba la
ópera aunque creo que nunca conoció el Teatro Colón. Venía de una
lejana juventud antifascista que en 1930 le había tirado piedras a
los esbirros del dictador Uriburu, y conservaba un costado romántico.
Cuando le dije que quería seguir jugando al fútbol, lo tomó como
un mal chiste. Me aconsejó que en la conscripción hiciera valer mi
diploma de experto en motores para pasarla mejor. Siempre se
equivocaba: fue como centro-delantero que evité las humillaciones en
el regimiento. Cualquiera arregla un motor pero poca gente sabe
acercarse al arco. La ambición de mi padre era que yo conociera bien
los motores viejos para después inventar otros nuevos. Igual que
Roberto Arlt, siempre andaba dibujando planos y haciendo cálculos.
Una tarde en que me prestó el Gordini para ir al bosque me anunció
que al día siguiente, aprovechando sus vacaciones, lo íbamos a
desarmar por completo para poder armarlo de nuevo.
Yo no le hice caso pero el se tomó el
asunto en serio. En el fondo de la casa tenía un taller lleno de
extrañas herramientas que iba comprando a medida que lo visitaban
los viajantes de Buenos Aires. Como no podía pagarlas, los tipos
entraban de prepo al taller, se llevaban las que tenía a medio pagar
y de paso le dejaban otras nuevas para tenerlo siempre endeudado.
Había algunas muy estrambóticas, llenas de engranajes, sinfines,
manómetros y relojes, que nadie sabía para que servían.
A la madrugada dejé el coche en el
garaje y me tire en la cama dispuesto a dormir todo el día. Pero a
las seis mi viejo ya estaba de pie y vino a golpear a la puerta de mi
pieza. Mi madre no me permitía fumar y el entrenador tampoco, así
que cuando me ofrecía el paquete yo sonreía y lo seguía por el
pasillo poniéndome los pantalones. Caminaba delante de mí, medio
maltrecho, y lo sorprendía que yo pudiera saltar un metro para
peinar la pelota que bajaba del techo y meterla por la claraboya del
taller.
–Sos un cabeza hueca–me decía.
Se reía con Buster Keaton y leía La
Prensa, que le prestaba un vecino. Tal vez había envejecido antes de
tiempo o quizá se enamoró de una mujer intocable en uno de esos
pueblos perdidos por donde nos había arrastrado. Nunca lo sabré. Mi
madre ha perdido la memoria y apenas si recuerda el día en que lo
conoció, ya de grande, en las barrancas de Mar del Plata.
Me miró y dijo: “Vamos a desarmar el
coche. Después, cuando lo volvamos a armar, no nos tiene que sobrar
ni una arandela, así aprendés”. Era un día feriado, sin fútbol
ni cine. Hacía un calor terrible y a mediodía el cura del barrio se
presentó a comer gratis y a ver televisión. Pero antes de que
llegara el cura mi padre me pidió que eligiera por donde empezar.
Parecía un cirujano en calzoncillos. Sudaba a mares por la piel de
un blanco lechoso que yo detestaba. Al agacharse para aflojar las
ruedas del Gordini se le abría el calzoncillo y las bolsas rugosas
bajaban hasta el suelo grasiento. Puso tacos de madera bajo los ejes
y empezo a sacar tornillos y tuercas, bujes y rulemanes, grampas y
resortes. A mí me daba bronca porque creía que nunca más iba a
poder llevar a mi novia al otro lado del río y entre los árboles.
Igual ataqué el motor con una caja de
llaves inglesas, francesas y suecas. A mediodía, cuando el cura
asomó la cabeza en el taller, ya teníamos medio coche desarmado.
Los dos estábamos negros de aceite y habíamos perdido por completo
el control de la operación. Mi padre había desmontado todo el tren
delantero, la tapa del baúl, el parabrisas, y asomaba la cabeza por
abajo del tablero de instrumentos. Atrás, yo había sacado válvulas
y culatas y trataba de arrancar el maldito cigueñal. De vez en
cuando mi viejo gritaba “jCarajo, qué mal trabajan los franceses!”
y arrojaba el velocímetro sobre la mesa mientras arrancaba con furia
el cable del cebador. El cura nos miraba perplejo con un vaso de vino
en una mano y la botella en la otra y de pronto le preguntó a mi
padre cuántas cuotas llevaba pagadas. Ahí se hizo un silencio y el
otro casi se pierde los tallarines gratis:
–Doce– le contestó de mal humor mi
viejo, que era devoto de cristos y apóstoles . Y con la ayuda de
Dios todavía tengo que pagar otras veinticuatro.
Tardamos tres días para convertir al
Gordini en miles y miles de piezas diminutas y tontas desparramadas
sobre la mesada y el piso. La carcasa era tan liviana que la sacamos
al patio para lavarla con la manguera. La segunda tarde mi madre nos
desconoció de tan sucios que estábamos y nos prohibió entrar a la
casa. Dormíamos en el garaje, sobre unas bolsas, y allí nos traía
de comer. Vivíamos en trance, convencidos de que un técnico
diplomado en el Otto Krause y un futuro conscripto de la Patria no
podían dejarse derrotar por las astucias de un ingeniero francés.
Fue entonces cuando mi padre decidió comprimir el motor y aligerar
la dirección para que el coche cumpliera una performance digna de su
genio. Hizo un diseño en la pared y me preguntó, desafiante, si
todavía pensaba que el fútbol era mas atrayente que la mecánica.
Yo no me acordaba cual pieza concordaba con otra ni qué gancho
entraba en qué agujero y una noche mi padre salió a buscar al cura
para que con un responso lo ayudara a rehacer el embrague. Al fin,
una mañana de fines de febrero el coche quedó de nuevo en pie,
erguido y lustroso, más limpio que el día en que salió de la
fábrica. Lo único que faltaba era la radio que el cura nos había
robado en el momento del recogimiento y la oración.
Le pusimos aceite nuevo, agua fresca,
grasa de aviación y un bidón de nafta de noventa octanos. Hacía
tiempo que mi padre había perdido los calzoncillos y se cubría las
verguenzas con los restos de un mantel. Mi novia me había abandonado
por los rumores que corrían en la cuadra y mi madre tuvo que
lavarnos a los dos con una estopa embebida en querosene. En el suelo
brillaba, redonda y solitaria, una inquietante arandela de bronce,
pero igual el coche arrancó al primer impulso de llave. Mi padre
estaba convencido de haberme dado una lección para toda la vida.
Adujo que la arandela se había caído de una caja de herramientas y
la pateo con desdén mientras se paseaba alrededor del Gordini,
orgulloso como una gallo de riña. Después me guiñó un ojo, subió
al coche y arrancó hacia la ruta. A la noche lo encontré en el
hospital de Cañuelas, con un hombro enyesado y moretones por todas
partes.
–Andá–me dijo–. Presentate al
regimiento como mecánico, que te salvas de los bailes y las
guardias.
Ese año hice mas de veinte goles sin
tirar un solo penal. Por las noches leía a Italo Calvino mientras
escribía los primeros cuentos. Mi viejo sabía aceptar sus errores y
cuando publiqué mi primera novela, y me fue bien, se convenció de
que en realidad su futuro estaba en la literatura. Enseguida escribió
un cuento de suspenso titulado La luz mala, que inventó de cabo a
rabo. Como Kafka, murió inédito y desconocido de los críticos. Por
fortuna para el su único enemigo, grande y verdadero, había sido
Perón.
(Mecánicos aparece en "Cuentos de los años felices")
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