lunes, 25 de marzo de 2013

Gracias, Jefe


El cielo se cerró y en ese momento estalló la lluvia. Sobre Caracas cayó un aguacero denso, frío, complicado. En la avenida Bolívar muchos corrimos a guarecernos.

Nos amontonábamos debajo de los árboles, en cualquier techito que goteaba. Muchos pensamos que había que esperar a que escampara y entonces sí, volver a la avenida y llenarla, reventarla, porque como siempre escuchamos y aprendimos, en cada elección se jugaba la patria y América Latina.

Fue ese día, el cierre de la campaña presidencial de 2012 cuando Hugo Chávez quedó inmortalizado. Pensábamos que iba a esperar, que la lluvia era pasajera, que el cierre de campaña podía retrasarse. Pero no, Chávez salió y quedó empapado por esa cortina de agua que se desbarrancaba desde el cielo. Desde abajo del escenario la muchedumbre le gritaba que no, que volviera después, que se protegiera. Y en esa imagen está Chávez de cuerpo entero. Su épica, su firmeza, su conciencia.

Sabíamos el esfuerzo que estaba haciendo, que en esa campaña se jugaba la vida.


Para describir a un hombre como Hugo Chávez las palabras no alcanzan, principalmente porque fue transparente, sincero y humilde a la hora de tomar las decisiones. Intempestuoso y frontal, visceral y profundamente humano. Chávez no dudaba ni respetaba los protocolos. Con sus ministros o con el rey de España, ese hombre nacido en los llanos de Barinas nunca se callaba lo que pensaba. Y esa característica fue su diferencia. Por eso no alcanzan las palabras para describirlo: él mismo se mostró tal cual era, sin intrigas o mediaciones.

En Chávez nos reflejamos, nos descubrimos, encontramos lo que éramos: latinoamericanos que no nos conocíamos y, desde su llegada al gobierno en Venezuela, empezamos a palparnos, abrazarnos y respetarnos.

Chávez rompió con lo establecido. Cuando decían que el socialismo se había convertido en un fósil que Washington trataba de enterrar, su irrupción como presidente vigorizó ese ideal teórico y práctico, encontró un nuevo camino, como lo quería José Carlos Mariátegui. Ese “ni calco ni copia, sino creación heroica” que legó el marxista peruano se hizo carne en Chávez.

En Teherán, en Chiapas, en la selva misionera de Argentina la gente preguntaba por Chávez. Lo conocían, lo observaban con curiosidad, desconfiaban de él o lo admiraban, pero todos sabían que ese hombre era uno de ellos. Ni economista de Harvard ni abogado de universidades católicas. Y sobre todo, a esa gente Chávez le caía bien, porque hacía lo mismo que ellos. Sus sentimientos estaban a flor de piel en todo momento. Riendo a carcajadas, cantando, esquivando a su propia seguridad para hablar con quien fuera, Chávez era un hombre de a pie, como lo demostró en ese cierre de campaña en 2012, cuando la tormenta se encapotaba sobre Caracas y él no dudó. El pueblo colmaba la avenida Bolívar con su fiesta de liberación, con su cadencia y frenesí y con una furia enternecedora. Y si eso sucedía, Chávez no podía faltar. Por eso salió, por eso nos preocupamos, pero también admiramos otra vez a ese hombre que no le negaba una taza de café a quien se la alcanzara y que podía debatir sin vacilar con los presidentes de las principales potencias del mundo.

Seguramente el “buen revolucionario” estará pidiendo reflexiones concretas y perfectas en estos momentos de dolor inabarcable -e incompresible para los cínicos de siempre-.

En esta madrugada de consuelos que no alcanzan, de cielos que se enrarecen y de pueblo en las calles, sólo queda decir “Gracias, Jefe”. Por enseñarnos que un mundo diferente es posible, que el hombre nuevo que soñó el Che lentamente se hace carne en miles de personas y que la lucha es con el cuerpo, cueste lo que cueste.

(Publicado el 6 de marzo de 2013 en www.marcha.org.ar)

Épica y revolución


Ser épico en política es visto como algo arcaico y vetusto. Así lo decretaron los grandes medios de comunicación y los personeros del capitalismo. Lo épico encarnado en un dirigente se traduce, en estos sectores, en “caudillismo” y “populismo”. Pero esa matriz ha sido derribada. Y otra vez, el hombre que dio la estocada final para derrumbar ese andamiaje político-mediático fue Hugo Chávez. Porque el presidente de Venezuela demostró que la pasión y la entrega a la hora de encabezar un proceso revolucionario se lleva adelante, principalmente, con el cuerpo y la humanidad a flor de piel. 

Chávez lo demostró durante la campaña electoral que lo llevó al triunfo en los comicios de presidenciales de octubre de 2012.

Lo veíamos y su imagen –en la cual se condensa el pensamiento revolucionario, el socialismo y la entrega absoluta-, nos interpelaba diciendo: la política se hace con el cuerpo y en las calles. Al hombre que supo domar (y denunciar) a las grandes empresas mediáticas, y que a través de los medios públicos de su país entabló una relación cotidiana y de diálogo con su pueblo (y con los pueblos del mundo), no le bastó esperar cruzado de brazos un triunfo electoral que todos sabíamos iba a ocurrir.

Luego de ser sometido a intensas intervenciones quirúrgicas para extirparle un cáncer, Chávez no dudó aunque su salud flaqueara. Durante un mes recorrió Venezuela para blindar la Revolución; bailó y rió a carcajadas desde todos los escenarios para hacer realidad el concepto de que un proceso revolucionario nunca puede perder la alegría; educó –como lo hizo desde 1998- a cada uno de nosotros en la praxis de la liberación como único camino para romper con las cadenas que nos atan al capitalismo. 


El Plan de la Patria presentado por Chávez antes de los comicios de 2012 fue su legado más profundo, como bien lo apuntó el ahora mandatario encargado, Nicolás Maduro. Las líneas estratégicas del proceso revolucionario están en ese texto, discutido posteriormente por miles de venezolanos y venezolanas. Pero a esta teoría, que Chávez ha desarrollado en sus cientos de intervenciones públicas y escritos, se suma el ejemplo. Como lo quería Ernesto Guevara, como todavía hoy lo demuestra Fidel Castro, Chávez predicó con el ejemplo cargado de ética y moral de nunca darle la espalda al pueblo. Porque él siempre fue parte del pueblo sufrido y humillado durante décadas, y que en menos de quince años se hizo visible con toda su furia rebelde. Pero no sólo en Venezuela. En Siria, a Chávez se lo conoce como “el protector de la verdad”, en Irán la gente lo considera “el gran amigo latinoamericano” de la Revolución Islámica; en Palestina o Líbano su imagen se reproduce en movilizaciones y actos en los cuales se denuncian las políticas imperialistas de Estados Unidos e Israel.

La irreverencia y el humor, la claridad ideológica y política, la ruptura con la diplomacia formal y burguesa, y la palabra y las ideas como herramientas fundamentales para el cambio social, convirtieron a Hugo Chávez en el líder revolucionario más importante de los últimos tiempos. A estas cualidades se suman su permanente autocrítica, sus denuncias contra la burocracia y los elementos corruptos dentro del proceso bolivariano y, otra vez, esa simpleza para conectarse con los suyos, los explotados que se decidieron a decir “no”, que apuestan a un país independiente y que se niegan a convertirse en los condenados de la tierra.

Como si fuera un personaje salido de la pluma de Gabriel García Márquez –los cuales están cargados de una tragedia entendida como acto heroico-, Chávez rescató, en pleno auge del neoliberalismo, a la lucha política como forma única de liberación. Si en la década del noventa Cuba se erigió como bastión de resistencia frente al capitalismo y su teoría de “fin de la historia”, en el siglo XXI Chávez y el pueblo venezolano encabezan la primera gran ofensiva contra ese sistema inhumano y saqueador. Y en los dos casos, y respetando sus particularidades, con una misma bandera que no deja de flamear: el socialismo.

(Publicado en la revista Sudestada, abril 2013, número 117)