sábado, 16 de febrero de 2013

Un recuerdo disparado por 77


Fui a colegio de curas. Bueno, eran hermanos. Si mal no recuerdo todos muy católicos, muy biblia abajo del brazo, pero seguro cogían con mucha menos culpa que los sacerdotes clásicos.

Muchos de los que íbamos a ese colegio éramos medio pelo. Mi vieja prefería esa escuela privada porque, decía, yo iba a tener una mejor educación. Le creo a mi vieja con sus razones. Aunque no comparto ni medio esa idea. Lo sabe.

Pero éramos bastante medio pelo, clase media holgada, aunque sé que a algunos padres les costaba la vida llegar con la cuota a principio de mes.

Por suerte, en cuarto grado me cambiaron de colegio. Ese último año con los hermanos, para mí, fue una catástrofe. Teníamos doble escolaridad, de siete de la mañana a cuatro de la tarde. Mis pulmones en un momento dijeron basta. No me acuerdo demasiado, pero sé que ese año estuve bastante enfermo.

Pese a todo tomé la comunión, aunque los días anteriores me los pasé encerrado en mi casa tratando de recuperarme de la salud.

Uno de los tantos médicos que me vieron le dijo a mi vieja que por más penicilina y corticoide que me inyectaran, las mañanas frías me iban a destrozar.

Pasé a la escuela 2, a la tarde. Quedaba en la terminal vieja de colectivos. Paredes amarillas y manchadas de humedad, techos que con los años se vencían y caían, un patio de cemento gris, y los veranos cargados de calor y transpiración. Pero mis pulmones comenzaron a funcionar bien y, pese a mi timidez, en poco tiempo me hice algunos buenos amigos. El mejor, Huguito. Vivía cerca de la casa de mi abuela y nos pasábamos largas tardes jugando al fútbol.

Buena gente y buenos recuerdos de la escuela 2. Y un colegio público, algo que siempre le agradecí a mi vieja: que me cambiara a ese colegio.


En la escuela de curas, o hermanos, o como quisieran llamarse (lo importante para ellos era la cuota mensual); decía, en ese colegio seguramente se formaron varios tipos y tipas que ahora manejan algunos hilos del país: políticos, estancieros, empresarios exitosos.

Qué bueno saber que mi vieja me sacó de ahí.

Pero, ¿por qué se me vino este flash de recuerdo?

Porque leí unas líneas de 77, novela de Guillermo Saccomanno. Así escribe Saccomano, salvando distancias geográficas, él en Buenos Aires, yo en Pergamino: “Desde este lado de la ciudad se estaba en otra parte: había negocios de moda, mujeres elegantes, hombres bien trajeados. Hasta los que vestían de sport tenían un aire de estar caminando por los jardines de Windsor. Acá los chicos siempre eran, además de rubios, herederos”.

Eso es lo que son, ahora, esos pibes con los que compartí el colegio de curas: herederos. No todos, por supuesto, pero muchos sí. De formación católica y excluyente, conocedores desde pequeños sobre tierras y ganados, y defensores de esa máxima que sostienen, como sea y sin saber muy bien por qué: su capacidad de explotar trabajadores y peones se encuentra en la propia genealogía que los escupió al mundo; su naturaleza, piensan ellos, es obtener ganancias a cualquier precio. Son herederos de una patria que se construyó con sangre obrera, hipocresías de cabaret y alucinaciones de una verdadera Europa sudamericana para las generaciones futuras.

(Publicado en www.marcha.org.ar)

viernes, 15 de febrero de 2013

¡Dale Bocha!


(Era junio de 2007, y con una banda combativa y alucinada comandada por Carlos Aznárez tratábamos de poner en pie "La Radio de las Madres". Además del frenesí que vivíamos en el servicio informativo, Carlos me había pedido armar un programa de literatura, que se llamó "El fuego y la palabra", y que tuvo como padrino a Mauricio Polchi y como productora todo terreno a Dudy Francisco. Ese junio Ricardo Bochini había tenido un accidente automovilístico. En el programa armamos este editorial, sin ningún tipo de relación entre fútbol y literatura, sino porque yo andaba triste por lo que le había pasado al Bocha. Y en esas líneas aparecía mi viejo, fanático de Boca. Y ahora que mi viejo anda volando bajito me acordé de este relato, revolví, lo encontré y se lo regalo, otra vez, al Bocha y a mi viejo)

Lo veías caminando, de vez en cuando trotando. Andaba por ahí, un poquito adelantado de la mitad de la cancha. A veces parecía que se perdía entre tantos jugadores de físicos grandes y piernas toscas. Pero el Bocha seguía a su paso, como esos caballos que ya nadie tiene mucho en cuenta pero que a la hora de tirar el carro siempre los van a buscar. Entre pases que caían exactos en los pies de los delanteros de camiseta roja y la pelota mansa y dormida sobre el césped -dejando en claro que para el fútbol lo importante es jugar bien y no correr demasiado-, estaba el Bocha, con las pocas chapas de la cabeza revueltas, despeinadas, más rápidas que él, pero mucho más lentas que sus ojos y reflejos.

Ahora lo recuerdo y se me viene encima mi viejo. Por los cabellos revueltos y porque es de Boca. Siempre me decía con una sonrisa maliciosa: “Ese jovato no puede correr más”.

Y enseguida me aparece la imagen de un Independiente-Boca, y el Bocha con la pelota atada a los pies, los defensores que íban quedando atrás, y yo con mi viejo viendo el partido en casa, y allá lejos, y realmente me parecía muy lejos, el Loco Gatti que observaba tranquilo y el Bocha seguía muy despacio pero nadie le podía pellizcar la pelota, y Gatti ahora un poco nervioso, sus piernas flacas comenzaron a arar como un tractor y se fue para adelante porque ya no quedaban defensores, y ese tipo sólo con la camiseta roja y el diez en la espalda, con la cabeza atenta, y cuando Gatti ya no sabía qué hacer, ni sus brazos sabían para dónde dispararse, el Bocha la tocó, así nomás, sin fuerza, sin rabia, pero con la delicadeza de los dioses, y la pelota se fue por arriba, y Gatti miró y cuando se dio vuelta la pelota ya picaba tranquilita en el fondo del arco, sin desesperación, feliz porque la había pateado el Bocha. Entonces mi viejo me miró, callado, se acomodó los pocos cabellos que le quedaban (y que todavía le quedan) y me dijo: “Ya no quedan de estos. Vos que sos chico disfrutálo todo lo que puedas, porque de estos quedan cada vez menos”.




miércoles, 13 de febrero de 2013

El último Adiós



(Artículo de Hugo Montero, publicado originalmente en el nro. 1 de la revista Sudestada, agosto de 2001)

Cuando las ruedas del avión se despegaron definitivamente de Buenos Aires, el escritor pudo respirar tranquilo. Hasta la tos, que lo había acompañado durante toda su estadía en el país, suspendió por un momento el ritmo implacable sobre su cuerpo enfermo. Desde arriba, de noche, la imagen difusa de la ciudad en las ventanas del avión era tranquilizadora. Buenos Aires, se repetía entre labios, en el silencio del vuelo, el escritor, cada vez más lejos. Ese silencio era el mismo que lo había recibido días atrás en su llegada, y esa indiferencia también lo acompañaba ahora, al igual que la tos y ese cansancio insoportable, durante sus últimos segundos sobre suelo argentino. Antes de reclinarse y entregarse al sueño que lo acercaría más al cielo francés, el escritor no pudo evitar dibujar una entrañable sonrisa mientras ese suelo se perdía en un paisaje cada vez más azul, cada vez más lejos.

Dicen sus amigos que Julio Cortázar vino a despedirse en diciembre de 1983. Dicen también que estaba consumido por la enfermedad que lo mataría apenas tres meses después, en un frío París; pero que conservaba intacta su ironía, su agudeza y su presencia provocativa, violenta, fruto de esa contextura física tan particular, con esos ojos casi independientes que siempre parecieron obra de algún pintor cubista. Cortázar era argentino, pero no lo era desde una perspectiva falsamente nacionalista. Cortázar era argentino porque escribía en argentino, y cualquier artista merece ser juzgado por su trabajo, porque allí se encuentra su raíz, su identidad. Y su obra decía siempre demasiado de Argentina. Sin embargo, cuando llegó no pudo sentirse en su tierra; desde un principio se sintió extranjero, otra vez. En realidad, así se lo hicieron sentir siempre. Corrían en Buenos Aires vientos frescos por ese tiempo, la palabra democracia había ganado cierta sonoridad satisfactoria y la gente sentía que, de una vez por todas, atrás había quedado ese lapso histórico siniestro, simbolizado por la presencia genocida del uniforme militar. La vida cultural resurgía de las cenizas, las calles céntricas multiplicaban su oferta de obras y artistas, los libros ocultos aparecían otra vez en los estantes; volvían también algunos innombrables de afuera, pero otros se quedaban, para siempre, lejos.  Cortázar, que se había instalado mucho antes del golpe militar de 1976 en Francia, que se había autocalificado como “exilado” porque carecía de la elección de poder volver a su país y porque sabía que sus palabras no podían ser leídas y escuchadas libremente en su tierra, también eligió volver. Solo, enfermo, cansado, eligió volver por última vez. A despedirse, a pasear por sus calles (las mismas calles por las que caminaron todos sus personajes), a charlar cara a cara con su madre, a saludar a los viejos amigos.
“Ese viaje lo hizo cuando no debía hacerlo, fue muy nocivo para su salud. Estaba muy agotado, exánime, fue un gran esfuerzo. Poco después fue internado y empezó el ciclo de los hospitales. Peleó inconscientemente contra la enfermedad, porque tenía muchas ganas de vivir. No estaba para nada en sus proyectos eso de morirse”, recordaba su amigo y colega Saúl Yurkievich, años después. Pese a todo, Cortázar se dio el gusto de salir a caminar por el centro y asistió a un único acto público durante su visita: presenció el homenaje a los autores del Teatro Abierto en el Margarita Xirgú, donde recibió una cálida ovación de la multitud allí presente. Cuentan que Cortázar se emocionó como nunca por ese reconocimiento que, sabía, merecía con creces.

Carlos Gabetta recuerda que se quedó charlando con Julio en una esquina céntrica, plena calle Corrientes, a la salida de un cine después de ver No habrá mas penas ni olvido, la película basada en el libro de Osvaldo Soriano. Julio esperaba allí a un periodista de Le Monde que debía entrevistarlo en pocos minutos. De repente, comenzó a desfilar por la avenida una multitud: era una manifestación por los derechos humanos. Julio guardó silencio ante la escena, hasta que alguien lo reconoció y pegó el grito: “¡Ahí está Cortázar!”. El grito fue una señal para todos. La manifestación trocó en tumulto alrededor del cronopio. Se mezclaron besos y abrazos, brotaron preguntas amontonadas y sonrisas de emoción, confundieron sus voces jóvenes que querían contarle en dos palabras tantas sensaciones atravesadas con sus libros y esos íntimos deseos de ser por un rato la Maga algunas, y Oliveira otros. En el rostro de Julio no cabían tantos afectos, tantas palabras, desde lo más profundo de su pecho latía con fuerza esa máquina imperfecta que habría de apagarse algunos meses más tarde. Pero ese día, rodeado de jóvenes (sus lectores, los de siempre), el corazón gopeaba contra las paredes del cronopio, pugnando por salirse de una vez y saltar a la calle donde los otros cronopios se despedían con un inolvidable cantito que hablaba de un regreso y de un amor: “¡Bien-ve-nido, carajo! ¡Bien-ve-nido, carajo!...”

La cara marcada de besos, su autógrafo desprolijo para siempre en un montón de libros y entre sus manos, un regalo entrañable: un ramo de jazmines. Julio aspiró el aroma de aquellas flores con la certeza de volver a recorrer aires conocidos. Después, convidó a los amigos: “Huelan esto... jazmines del país. Con esta fragancia, no existen en ninguna otra parte”.


El elefante herido

“Es posible que Cortázar haya ido a Buenos Aires para mirarse al espejo por última vez. Dijo que estaba enfermo y que volvería en febrero. Quería eludir a la prensa y escaparle a la admiración beata. Temía que no lo dejaran andar en paz por esas veredas y esas plazas que recordaba con la memoria de un elefante herido. Pero creo que como todos nosotros le temía, sobre todo, al olvido”, escribió días después de su muerte, Osvaldo Soriano. Pero su presencia, gigante y conmovedora, y su compromiso inquebrantable con el socialismo, con Cuba y con Nicaragua, no eran elementos demasiado bien vistos para ciertos personajes de quinta categoría, instalados en el nuevo gobierno democrático. Mientras Cortázar paseaba por Buenos Aires, el entonces presidente electo Raúl Alfonsín organizó una recepción formal con numerosos intelectuales en un acto de reafirmación de los principios democráticos. No faltaron allí esos intelectuales, los Borges y los Sabato, los de extraño doble discurso, los que elogiaron los uniformes primero y se acomodaron rápido después, sobre la hora. Allí no estuvo Cortázar porque no fue invitado, pero él quería ir, sentía que tenía que estar. Según el escritor Miguel Briante, el organizador central del evento tenía el número telefónico de Cortázar, pero optó por no llamar. En ese sentido, Soriano relató que “Julio no pidió la entrevista, pero le parecía interesante equilibrar o contrarrestar la presencia de los Sabato y de los extremadamente moderados en el gobierno, o gente que había estado durante la dictadura. La idea era que alguien que había estado afuera, en el centro de la famosa ‘campaña antiargentina’, pudiera ser recibido por el flamante Presidente como señal de que esto iba a ser una cosa abierta. De ahí el fuerte significado político de ese episodio”. La historia confirmaría que la cosa no iba camino a ser “muy abierta” como se decía, y por eso la ausencia de Cortázar fue un síntoma elocuente del futuro próximo.

Su amigo Hipólito Solari Irigoyen fue el encargado de confirmarle, avergonzado, que no había conseguido la audiencia. “No es nada hombre, visita más visita menos, lo que quisiera es que le fuera bien, que maneje bien el gobierno...”, cuentan que fue la respuesta de Julio, pocas horas antes de su partida definitiva. Quién sabe, tal vez Cortázar zafó de tener que darle la mano al hombre que tiempo después firmaría, con esa mano, los decretos de Punto Final y Obediencia Debida, y ese frustrado encuentro actúa hoy como violento contraste entre el nombre de un escritor que perduraría en el tiempo por su coherencia ideológica, por su compromiso político y por su inasible talento; y el nombre de un político radical que, en cambio, apenas perdura (como si hubiera algún mérito en ello).

La indiferencia arrogante en el trato con Cortázar desde el poder político argentino fue una pose bien estudiada desde entonces. Ya el 12 de febrero de 1984, una vez conocida la muerte del escritor en París, el gobierno de Alfonsín envió una miserable esquela, 24 horas más tarde y con una lacónica frase de compromiso: “Exprésole hondo pesar ante pérdida exponente genuino de la cultura y las letras argentinas”…
“El entierro fue tristísimo. Un frío polar y un solcito que algún piadoso dios pagano hizo filtrar entre las ramas, como para que el cronopio mayor se fuera bajo una imagen bonaerense”, sintetizó Javier Fernández, en una carta enviada al librero Héctor Yánover. Al entierro del escritor, de parte de la embajada argentina “mandaron al portero”, señaló irónico Miguel Briante. Así, en una ceremonia fría, humilde en forma extrema, Cortázar era enterrado en suelo francés.

En silencio, como siempre, Julio se fue. Queda para los de este lado del mar su desbordante talento y su compromiso ejemplar, pero también nos queda esa ridícula sensación de satisfacción al saber, casi con certeza, que la última imagen que eligió Cortázar antes de irse fue la de nuestras calles, la imagen de su gente. Consuelo que alcanza y sobra para un último adiós.